Si lo deseas, puedes escuchar música de Youtube

 

 

RECUERDOS DE MI INFANCIA

TERCERA PARTE


 

INTRODUCCION

Decía mi amigo, el geano Constancio Aznar el Secretario, ya de niño: -¿Porqué no cuentas tus aventuras?, tienes muchísimas. -. Y es cierto. Me lo ha recordado muchas veces y siempre ha exaltado el almacén de mi cerebro. Nuestro amigo Francisco Ortiz el Gato (q.e.p.d.) me lo propuso también siendo  aún niños (lástima que este no haya podido conocer mi trabajo en la web y las presentes líneas).

Ninguno de nosotros, ni de los otros niños, nos imaginábamos  en aquella época, que mi interés por las cosas del pueblo y mi afición a la Historia posterior derivaría con el tiempo en la creación de un sitio web sobre Gea. Por ello, tras el homenaje que se me tributó por parte de la Asociación Amigos de la Radio de Gea por fundar y mantener www.geadealbarracín.com, que muestra al mundo como es parte de nuestro pueblo y la Sierra de Albarracín y Cella, Enrique Cobos Laborda, presidente de la Asociación y geano de adopción, también me lo propuso, e incluso es bueno para la radio, me dijo.

Tras todo esto y que ahora contaba con un nieto de casi dos años de edad y de una nieta, recién nacida (cuando mis hijos me habían advertido que no iba a tener nietos), consideré que estos cuentos reales vividos en mi infancia, muy originales en otra época, se perderían con el tiempo, si no los dejaba escritos (en casos de duda se observará en la descripción de los hechos). Por ello, en los relatos, voy a intentar ceñirme a la cronología de las situaciones vividas, lo mejor posible, pero, soy consciente de que será más fácil redactarlo si en ocasiones me traslado a otras edades, lugares y personas. Además, que conste, escribo de corazón. Pienso llegar hasta los 14 años, de hay que muchas anécdotas correspondan al Puerto de Sagunto, lugar donde marché a vivir con mi familia, un mes antes de cumplir los 9 años y a la Universidad Laboral de Córdoba, centro donde ingresé a los 14 años, para aprender un oficio.

Por cierto, tras ser escuchados los diferentes capítulos en la emisora de Radio Cultural de Gea, pasados a voz, algunas personas me han comentado datos relacionados, lo cual, añadido a algún recuerdo lejano que viene a mi memoria, me dice que estaré actualizando todo el resto de mi vida. Digamos de paso que fue redactado entre septiembre del año 2012 y febrero del 2013.

Va dedicado a todos aquellos geanos, geano-porteños y simpatizantes que vivieron junto a mi su infancia (década de los 50), esperando que no se molesten y que les sirvan de entretenimiento algunos de los párrafos. Pero, eso sí, recordad que entonces éramos niños y vivíamos muy diferente a los niños de la actualidad.

Quiero que quede constancia de mi agradecimiento al Grupo de Gea de Facebook (al cual pertenezco), por las fotografías que aportaron a la actualización que he realizado este año de 2015. Gracias.

 

CAPITULO VII
 

1954. MI ULTIMO AÑO COMPLETO EN EL PUEBLO

 

Vino por Navidades mi padre al pueblo y al volver decidió hacerlo en tren, por lo cual, mi abuelo y yo le llevamos con el carro nuevo a la estación de ferrocarril de Cella. Aún brillando su pintura, lo acababa de comprar mi abuelo y era la joya de la casa. No digo nada de cuando el carro lo cargaron con la mies casi tapando al animal en varas y ya no teníamos que hacer tantos viajes cargando sólo a los mulos. Por primera vez vi el tren de pasajeros y me impresionó, pero, otro tren de mineral que estaba allí parado, aún me impresionó más, creo que le conté 70 vagones. Tiempo después realizaría otro viaje más importante. Iba a conocer Teruel. Un hermano de mi madre, mi tío Victorino se casaba con su novia Josefina. La boda fue en la iglesia del Salvador y luego nos fuimos a comer a un bar muy cercano (frente al Cuartel de la Guardia Civil). Si ver Cella me había dejado con la boca abierta, Teruel me la cerró: La Escalinata, el Ovalo, el Viaducto, la plaza del Torico con los porches y la torre del Salvador, no vi más, pero el viajar en autobús por primera vez en mi vida tampoco tenía desperdicio. El autobús tardaba entonces una hora en hacer el trayecto. Aún quedan restos de aquella carretera, en la bajada del puerto de Gea. Por cierto, en una cueva pequeña que aún existe, llegaría a ver por entonces, en cierta ocasión, guarecerse allí a unos gitanos ambulantes. Durante unos años, Teruel sería para mí la ciudad más importante del mundo y ese recuerdo no se puede olvidar. Cuando algún año después llegué con mis estudios a la Enciclopedia Alvarez de Tercer Grado y leí que Teruel estaba considerada como la penúltima provincia de España sufriría una decepción. Por aquel tiempo y cuando mi maestro del Puerto me había enseñado ya Valencia, en una excursión a Los Viveros, comprendí que me quedaba por ver muchas cosas de las que leía y las pasaba a la zona imaginativa de mi mente. Junto a Los Viveros se podía observar el gran cauce del río Turia, el mismo que pasaba antes bajo el puente de Gea. Ya tenía tema para comentar y presumir con mis compañeros de clase en el Puerto.

 

 

Año 1954. Mi tío Victorino se casa en la Iglesia del Salvador de Teruel, con su novia, la turolense
 Josefina, y mi madre hace de madrina. La conoció por carta. Entonces no existía Internet.
 

Entonces, lejos estaba yo de imaginar, que durante el resto de mi vida y en muchas ocasiones, gracias a mis hijos, visitaría como turista Valencia, Zaragoza, Madrid, Barcelona, Sevilla, Paris, Roma, Londres, Nueva York, etc.. Ahora bien, tras estos viajes, un día en soledad en la Fuente de la Casilla o de la Sargaleja para asimilarlos, por ejemplo, también es para disfrutar. Volviendo al primer viaje a Teruel, recordad que era un niño y el asombro, como el cariño, las creencias o la voluntad (entre otras), no tienen medida física y si diferentes formas y épocas para juzgar.

 

 

 

¡Qué puente tenían en Teruel!, ¡Qué diferencia con el de Gea!. Era tan grande que
le llamaban Viaducto.
Es cierto que mi edad de ocho años me estaba engañando, pero,
seguro que no me emocioné más al ver por primera vez el de Brooklyn en Nueva York.

 

Este año si recuerdo lo que me trajeron los Reyes Magos en Gea. Una cartera nueva y un estuche de dos pisos (cosa que nadie de mi clase vi que tuviera). Pero, era consciente de que me lo había comprado mi padre en el Puerto de Sagunto. El primer día de colegio salí de casa tan contento con la nueva cartera que la llevaba con porte, zarandeándola adelante y atrás. A los cincuenta m. de casa me quedé con el asa en la mano. Recuerdo haber ido a la escuela, a veces, con una manzana asada o con una panoja asada, o nevando y las calles nevadas. ¡Ah! y en pantalón corto. También, en ocasiones, durante el recreo nos acercábamos hasta el Vadillo (no existía la noria) y cogíamos fruta del otro lado de la acequia. Si bien, aquel lugar era muy utilizado para abrevar los animales, incluido el ganado.

 

 

 

La instalación del nuevo abrevadero con la noria modificaría el natural existente anteriormente,
añadiendo un lavadero.

 

Cierto día, al salir de clase y en la plaza del Carmen, los chiquillos tomaron la galera de cuatro ruedas, que la familia de los Niños  acababa de comprar y que en ese momento estaba allí (no existía otra en el pueblo), y se pusieron a darle vueltas por la plaza. Yo, para hacerme el gracioso, puse el estuche delante de una rueda, a su paso por delante de la puerta de la iglesia, pensando que este resistiría el peso del carro. El estuche se hizo añicos. Entonces descubrimos todos que las pinturillas y los lápices eran dos trozos longitudinales y semicirculares de madera y que uno portaba la carbonilla. Todos se dividieron en dos mitades idénticas y Antonio el Mudo y el pequeño de los Monjinos iban enseñando las piezas rotas a todos. Con esta actitud tan distraída continué aprendiendo poco en las clases.

 

  

Tampoco prosperaría el bombeo de agua de la Acequia Madre hasta la zona de secano del cementerio (La Cañada).

Hablando de la familia de los Niños, una de las celebraciones que más recuerdo, de aquel año, sería la primera comunión de mis primos Virgilia y Antonio. Se celebró en casa de la tía Nemesia (abuela de ambos) y a los niños nos metieron en la sala de la izquierda, junto al cuarto donde se ubicaba por entonces la única carnicería del pueblo. Poco tiempo después también abriría carnicería, en la casa de al lado Carmen la Federala, nuera de la tía Nemesia. Mi tía Miguela había abandonado esta última casa para irse a vivir junto a la carretera. Con Pepe el Federal, al igual que anteriormente con mis primas, también jugaba por el corral y su madre nos daba de merendar. En alguna ocasión vi a su madre sacrificar algún animal, incluso de buen tamaño. Pepe, un año menor que yo, tendría por aquella época dos hermanos mellizos, Carmen y Leoncio (cinco o seis años menores que el). Recuerdo que aquello fue muy comentado en el pueblo. No existían entonces en el pueblo quioscos ni televisión, pero, acontecimientos sociales en el mismo no faltaban.

 

 

La Primera Comunión era una de los actos y fiestas principales durante el año.

 

Cuando ocurría alguna celebración popular no muy numerosa el lugar adecuado era El Café, situado en el primer piso de enfrente de la actual Ibercaja, posteriormente abrirían un bar en la planta baja (la Coletina o Bar Vidal). A veces, como ya he indicado en el párrafo anterior, se celebraba en las propias viviendas. Así, recuerdo una celebrada en la casa que ahora vivía yo (la de Los Chorras en la Plaza del Ayuntamiento), algún año antes, pues la sala que daba a la plaza era bastante grande y donde un primo de mi abuelo, el tío Guillermo, le hacían subir por las mesas, saltando de una a otra, caminando y cantando: - ¡Y la máquina seguía .....  pita y pita caminando ….  por el alzavía  .....  hasta los muertos habían resucitado .... – imitando la marcha del tren y con grandes risas por parte de los asistentes.

 

Entre las anécdotas no puedo dejar de contar lo que el viejo salón de el Soguero suponía para el pueblo, además de su taberna y el puesto de telégrafos en la planta baja. Por de pronto diré que Pepe el Soguero proyectaba películas en blanco y negro: Locura de amor, El tigre del Chamberí, Tarzan, Búfalo Bill, El salario del miedo, etc., e incluso alguna en color como La venganza, con Carmen Sevilla y Francisco Rabal de artistas principales y donde salían los segadores, oficio tan arraigado entonces en Gea. El piso de la sala servía de pista de baile. Al fondo y a la derecha, sobre un andamio en alto se colocaban los músicos. Pepe el Soguero a la batería, su hermano Raimundo al saxo,  Fausto, Dionisio y Segundo el Gordo a las guitarras y bandurrias. Por otra parte aún recuerdo ir a bodas, donde acudía casi todo el pueblo y habían matado corderos para la comida. Para acceder al local existía una escalera frontal y al aire libre. La antesala al bar, que años después albergaba un futbolín, no existía, sería tras una ampliación del local hacia la carretera. En el bar o bodega los chiquillos, los domingos, nos comprábamos cacahuetes. Siempre había mayores en la puerta jugando a la morra o tomándose alguna bebida. Algún año después iríamos también a la puerta del tío Tafiles, la de la carretera (comentado también en otro capítulo), para comprar una gaseosa y ver a su hija Nieves, una joven que considerábamos muy guapa.

 


 

El atravesar los tres túneles de los barrancos de la carretera siempre
 fue una distracción para los niños. Aquí el de San Roque.

 

Por otra parte, los domingos por la tarde, este barrio concentraba a toda la juventud, pues, además del baile de salón paseábamos por la carretera. Las chicas iban en grupos, por edades. Rafael el Civil propuso que los amigos deberíamos echarnos una novia ficticia en un grupo de jóvenes, unos 10 años mayor que nosotros. El se echó a la hija del tío Molina, Pedro el Matrón a Isabel, su vecina, etc. no recuerdo más emparejamientos, excepto el mío. Yo elegí a la hija de la tía Ana María (entonces, la casa más cercana a la huerta en la calle de Las Monjas), de la que no recuerdo como se llamaba ni la he visto hace muchísimos años. Cuando nos cruzábamos con ellas en la carretera las mirábamos y ellas ni se enteraban. Aquello trajo problemas entre nosotros, pues, nos picamos, cada uno decía que la suya era la más guapa. Me daba tanta rabia que no admitieran que la mía era la envidia de todos que mi madre me lo notó y me sonsacó la tontería Y ellas se enteraron, por lo menos la mía. Así pues, un día de aquellos, acertó a pasar por debajo de la ventana de la cocina, de mi nueva casa (en la calle La Taberna), la tía Ana María. Mi madre estaba asomada y yo sentado a la mesa junto a ella y desayunando. De pronto escuché a mi madre:  - ¿Ana María, sabes que vamos a ser familia? - . -¿Y... eso, maña? – le respondió. Continuando mi madre - ¡Hombre!, mi hijo habla con tu hija y no lo sabíamos ninguno -. Y le debió hacer señas para indicarle que yo estaba con ella, porque le contestó  - Que bien, que contenta me dejas, voy a comprar a casa de Joaquina algo para celebrarlo -. Casa de la tía Joaquina era una tienda de ultramarinos que estaba a 60 m. de la nuestra, en la calle de En Medio. Pasé una vergüenza terrible. Me imagino cuando después, me cruzase por las calles con la madre o la hija.

 

 

En esta pequeña calle de En Medio, siendo aún niño, abriría el tío Aparicio el bar La Parra. A su izquierda estaba el comercio
 de tejidos y calzado del tío Jacobo y enfrente del bar estaba el comercio de alimentación de la tía Joaquina.

 

Por cierto, Isabel marcharía a casa de familiares del Puerto llegando incluso a casarse allí con un profesor de la Escuela de Aprendices de Altos Hornos de Vizcaya, muy apreciado, Argente (q.e.p.d.). De lo cual, recuerdo,  me gustaba presumir, entonces, ante mis amigos de allí. En un capítulo dejo constancia de que el segundo mulo más viejo del pueblo (no el burro), era el de mi abuelo Tomás. Pues bien, según mi abuelo, el más viejo era el del padre de Isabel, el tío Bernardo Barea. El hermano de este, José, vivía en el Puerto, conocido como el tío Barea en toda la población, gracias a su famosa chatarrería y mantendría gran relación de trabajo con mi padre. El hijo de este ultimo, más joven que yo, también estudiaría conmigo en la escuela de Don Enrique Senent y vendría a Gea en alguna ocasión. En una de ellas lo tuve que separar en una pelea en la calle Alta, frente a su mejor amigo del Puerto, pues, lo había traído de vacaciones con el a Gea y allí me los encontré en pleno combate y solos.

 

 

 

 

No teníamos Feria de los Caballitos, pero, no nos faltaban y eran de verdad.

 

Algunas fiestas y algunos años de aquella época, caso de San Isidro, el día del Carmen o el día del Pilar también preparaban baile o cine en la Plaza del Ayuntamiento. Recuerdo ver Jaimito, o algo parecido, proyectado sobre la fachada del Ayuntamiento (donde indica Casa Consistorial). Se armaba un escándalo con las risas y el ambiente era inigualable y eso que la película era muda. Los espectadores nos llevábamos las sillas de casa. En la Plaza del Carmen se jugaba a la pelota a mano. A las fiestas patronales ya les dedicaré un capítulo especial.

 

En días de fiesta los chiquillos recorríamos más el término del pueblo. Así que a veces alguno acudía con alguna novedad. En cierta ocasión apareció uno diciendo que en la era de Narro (en la que bauticé mi traje a los cuatro años), había parido una perra. Acudimos los amigos allí y nos repartimos los perricos. Me quedé con una perrica blanca con pintas negras. A mi casa no la podía llevar, pues, cuando mi padre viniera del Puerto nos habría echado de casa a los dos. Así que la dejé en la pajera de la casa de mis abuelos y protestaron, sobretodo mi tío Juan, pero como al poco marché al Puerto se la dejé a mi primo Juan el Alguacil para que la cuidara. También recuerdo cuando celebrábamos la resurrección de Jesucristo, junto a la pila del agua bendita, a la entrada de la iglesia de San Bernardo. Se montaba un ruido tremendo, pues, llevábamos cencerros colgando y las mujeres pegaban con las llaves de sus casas (de gran tamaño), sobre los bancos. Después, nos íbamos a cualquier sitio. Aquel año a la montañeta de enfrente de la Casa Blanca, a un caseto que había en su cumbre, comandados por Miguel el Marcela y José el Garroso. Actualizo, según Miguel se trataba de una era con su pajar.

 

También recuerdo el día en que probé por primera vez en mi vida los nísperos, o bueno, un níspero. Junto a Constancio, no recuerdo si venía Rafael, nos encaminamos hacia el Barranco de la Hoya del Moro con el objeto de alcahuetear pues, habían dicho que allí habían tirado un burro muerto (quizás por ello durante muchos años creí, erróneamente, que se llamaba el Barranco de los Burros). Una vez allí, apareció un chaval valenciano  (escalador o excursionista, con su uniforme de pantalón corto), de unos 17 o 18 años aprox. Portaba una gran mochila a su espalda y de ella sacó un níspero para cada uno de los amigos. Con el estuvimos charlando un rato. Creo que vimos al animal muerto. Quizás Constancio lo recuerde mejor que yo.

 

 

 

 


Que trabajos más pesados se realizaban en el pueblo y a pleno sol.

 

Al  marcharse mi padre al Puerto y haber consolidado su nuevo puesto de trabajo, las tierras que teníamos (todo secano) las dejó repartidas a otras personas. Mi madre disponía de más tiempo, por ejemplo, en la época de la siega. Así pues, podíamos ayudar en casa de mis abuelos. En uno de aquellos días, marchamos el abuelo, mi madre y yo a segar la avena de la parcela de la Portera, la más próxima al puesto de control de entrada a la Sierra, puesto que aún existe en esta carretera, poco antes de entrar en el pinar, pero, que se colocaría después de la presente anécdota. No se porque motivo no venía mi tío Juan, el hermano de mi madre, que vivía con los abuelos. Lo cierto es que mi madre, además de segar junto a mi abuelo, preparó allí la comida, junto al camino: una paella. Mi madre vigilaba el guiso y yo colaboraba. La casualidad, mi primo Antonino el Langa, que aún no tendría ni los catorce años, estaba por allí con sus ovejas trabajando ya de pastor, y me enseñó dos aliagas donde había sendos nidos de gorrión. –No los toques, sólo míralos – me advirtió. En cuanto se alejó alterné vigilar la cocción de la paella y los nidos. Se me rompieron unos cuantos huevos jugando (esto si lo recuerda el) y la paella, antes de terminarla se lleno de hormigas. Llevé rapapolvo pero como no había otra cosa nos la comimos. Os puedo asegurar que las hormigas cocinadas pican una barbaridad. Nunca mejor dicho, jugábamos con fuego. Contrasta con la seguridad exigida en nuestros montes hoy día y con toda la razón.

 

 Quiero dejar constancia de un trabajo agrícola que en casa se vivía con mucho mimo. Era la siembra, recolección y el desbrizne del azafrán. Recuerdo como mi madre y mi abuela realizaban el desbrizne en el solanar. Mi madre me lo nombraría numerosas veces mientras vivió. Lo guardaban como oro. Yo creo que por ello tenían aquel gusto …. las comidas de mi abuela. Y aquel olor …..

 

Por cierto, hablando de olores .... existía entonces otro diferente. Recuerdo cuando sacaban el estiércol de las cuadras y había que ayudar. Mi abuela me advertía: -¡Cuidado maño con la horquilla!. Pero, aún recuerdo mejor la cuadra de los mulos, con todo el techo completamente lleno de telarañas (mi madre solía decir que Gea era el pueblo de las moscas), la pajera, el pesebre, la avena, el forraje, los aparejos de los animales, el candil allí colgado (por aquellos tiempos se colocó una bombilla eléctrica y algún año después el contador de energía eléctrica), etc.. Curioso, hoy día, la cuadra es la mejor dependencia de la vivienda, por su frescor en verano. Por ello, no destruí completamente el pesebre al convertir la cuadra en salón, pues, es uno de los recuerdos permanentes de mis abuelos y de lo que fuimos en el pasado: agricultores. Quizás, muchos geanos, sobretodo los de las viviendas edificadas en la montaña, hayan pensado en lo mismo.

 

Cierto día, estando en la replaceta del Rosario con Antonino el Canastes (su abuela y abuela mía de barrio, como suelo decir, la tia Anunciación, vivía en ella), apareció el vecino Pablo el Parretas con un saco vacío. Nos invitó a acompañarle hasta su pajar, pues, sus padres le habían solicitado que lo trajera lleno de paja para los animales. Para allá partimos los tres juntos. Su pajar estaba situado de los más próximos al puente. Una vez el saco lleno y antes de iniciar el regreso nos hizo el siguiente razonamiento: - La paja, en el pajar siempre pesa lo mismo, pero, en cuanto la sacas de este va pesando más conforme pasa el tiempo. Como no le creíamos nos hizo hacer la prueba. La mitad del camino llevó el saco Antonino y yo la otra mitad, hasta la casa de Pablo. Cuando caminábamos más cansados, nos repetía: -¿A que ya se nota que pesa más? -. Antonino le contestaba: - Lo que pasa es que nos cansamos -, volviendo Pablo a repetir: - Si, si, pero, ¿A que notáis que pesa algo mas que antes?.

 

 


 

Segunda foto escolar, realizada poco antes de marchar al Puerto de Sagunto.
Ya era plenamente pelirrojo y pecoso.

 

La primera vez que me comí una mona, en Pascua, fue en casa de Antonino el Canastes. Nuestras madres, que eran amigas decidieron que nos juntáramos los cuatro (creo que por entonces ninguno teníamos más hermanos). Estuvimos jugando por su corral y después nos comimos las monas con el huevo incluido, tras romperlo por sorpresa en nuestra frente. Para mi fue un gran día, la prueba es que no lo he olvidado. Acababan de llegar al nº 6 de la calle Corta, antes vivían en la calle de la Iglesia, nº 17, enfrente de José Maria el Cojo. A estas dos casas de Antonino iría numerosas veces a jugar. Primero porque a la tía Josefa, la madre de mi amigo, la solía visitar cuando iba a Gea y en su primera casa pasó a vivir una hermana de mi abuelo Tomás, mi tía Manuela. Curioso, años después, cuando murió mi tía, la casa la compró el hermano mayor de mi padre, mi tío Valentín. Deducción, esta casa la he visitado casi todos los años de mi vida. Algún año después también iría a jugar al corral de la casa de José María el Cojo y en alguna ocasión iría a casa de Antonio el Garroso, sin saber entonces que su madre, Felipa Alamán (q.e.p.d.) era tía mía, según mi padre. Por cierto, según José María, sufrí un caso parecido al del nieto de la tía Paula y mi prima Virgilia, pues, la Zurilla, su vecina y en la puerta del corral de esta, intentó pincharme en un ojo a través de un agujero de la madera. Tengo un recuerdo muy borroso del suceso, quizás por ello no lo recordaba. Supongo que este documento sufrirá actualizaciones durante el resto de  mi vida, pese a recordar tantas anécdotas.

 

Escribiré muchas anécdotas, pero, si exprimo mi cerebro siempre arroja alguna más. Así, salta de mi memoria otra que no se como nació el ir a aquella vivienda. Corresponde a la casa del tío Cepurro, en el callejón sin salida del mismo nombre. Solía visitar la casa y estaba con Pilar, una de sus hijas, además, siempre la considere tía mía. Curiosamente se casaría con el único mozo del pueblo llamado Tomás (en aquella época solo había tres más con dicho nombre: el tío Patatillas, mi abuelo Tomás y yo). Recuerdo cuando el padre de la moza falleció estando en la huerta trabajando y como corrió la noticia por el pueblo. Pese a ser un niño me impresionó. No comprendía yo entonces, como podía sucederle esto a un hombre que estaba trabajando tranquilamente en su huerta.

 

Otra pregunta que me hacía era el porqué mi madre llevaba a lavar nuestra ropa sucia al lavadero nuevo (el de la Vega) desde nuestra vivienda en la Plaza del Ayuntamiento, cuando siempre lo había hecho al viejo, junto al puente. ¿Era esto un índice de protesta al ordeno y mando de los mayores? y mira que mi madre adoraba a la suya. Una más de las tantas cosas que ya nunca averiguaré en mi vida. Le tenía que ayudar en el transporte, pero, luego me dejaba jugar en aquella presa tan original mientras ella comentaba con las otras lavanderas los chismes que corrían por el pueblo.

 

 


 

Desde muy niño conocí este lavadero, pero, se que antes de su construcción, las mujeres utilizaban

la acequia en este punto, para lavar su ropa sucia.

 

También por entonces y en Gea, la tía Carmen, esposa del tío Ramón el Sastre (este, ya estaba en el Puerto de Sagunto con mi padre), me daría a probar las palomitas de maíz, por primera vez en mi vida, cosa curiosa, pues en mi casa había panojas. Recuerdo que en su cocina preparó una sartén para su hijo Ramón (q.e.p.d.) y yo. Ramón tenía un año menos que yo y también marcharía a la Universidad Laboral de Córdoba conmigo, cuando contaba 13 años. Tenía una hermana, Rosario, la más mayor y dos hermanos, Narciso y Ventura. En el Puerto nacería el más pequeño, Eduardo. Al año siguiente marcharíamos las dos familias juntas al Puerto.

 

Esta última anécdota me da pie para comentar otra también vivida junto a la tía Carmen en el Puerto cuando yo ya tendría los catorce años. Mi madre estaba en Gea con mi hermana cuidando a mi abuela que ya se encontraba débil por su enfermedad. De hay que mi padre, por la mañana temprano, me pidiera que le pasara a la tía Carmen la olla con las alubias para ser cocinadas. Cuando se las entregué a la tía Carmen esta me dijo que porqué las había llevado tan tarde, que en media hora no se cocían. Aquel día mi padre no tuvo la comida en la mesa, y no porque se me olvidara, sino porque yo no sabía que unas alubias requieren mucho tiempo en el fuego y yo no lo sabía. Llevé bronca de mi padre y a partir de ese momento supe porque mi madre, muchos días, tenía la olla tanto tiempo con la tapa bailando sobre el fuego. 

 

En esta vivienda esquinera de la calle del Rosario vivía el tío Ramón el Sastre antes de marchar al Puerto.
La ventana de la planta baja junto a la puerta y bajo el balcón indica el lugar de la peluquería.

En Gea dejaba mi árbol plantado poco tiempo atrás, unos ciento cincuenta m. aguas abajo del puente, en su margen izquierda. Es decir desde el Parque del Rastro continuando por la senda junto al Guadalaviar. Don Lázaro nos llevó hasta allí y nos hizo plantar a cada alumno un árbol. Creo que eran chopos y ya no plantaría más árboles en mi vida. A la vuelta al pueblo en verano fui a dicho lugar con Constancio y ya no estaba claro cual era el mío, por lo que le resté importancia. Ahora bien, todos los niños geanos sabíamos que en aquel lugar y antes de esta plantación, todos los años nos esperaban aquellas zarzas con sus moras negras y que disfrutábamos cogiendo y comiendo, pese a algún arañazo.
 

 

CAPITULO VIII
 

1955. LA MARCHA AL PUERTO DE SAGUNTO Y LA VUELTA AL PUEBLO, PERO, DE VACACIONES. 

 

El día 2 de enero de este año partimos de Gea y llegamos al Puerto de Sagunto dos familias juntas: la de Ramón Sánchez el Sastre (que además de agricultor era peluquero en el pueblo) y la de Julián Alamán el Bernardino. Llegamos de noche y mi familia ocupó la vivienda nº 40 de la calle del Mar y la del tío Ramón el nº 42. Ambos, ya llevaban más de un año trabajando en la siderúrgica. Mi casa sólo tenía construido en su interior una habitación y la cocina (esta sin alicatar). Aquélla noche dormí en el suelo en un rincón, sobre un colchón en la habitación y cada vez que escuchaba los pitidos de las locomotoras que transportaban el mineral de Ojos Negros, me creía que estaban cerca de la puerta y que por la mañana las vería. Pero, no era así, estaban alejadas por lo menos unos 300 m. y con edificios de por medio. Lo más importante del primer día es que vi el mar por primera vez en mi vida. En ese momento me pareció que era horizontal, pero algún año después y desde el balcón de mi segundo colegio en el Puerto (en un primer piso) distinguía mejor la curva de la Tierra, lo cual cuadraba con mis conocimientos y con los de Colón.

 

A lo primero que me tuve que acostumbrar fue a escuchar varias sirenas que avisaba a los trabajadores de varias fábricas, si bien, en Gea, estaba acostumbrado al cuerno del cabrero, por las mañanas, a las campanadas del reloj de la torre de la iglesia a cada momento, a la corneta de los bandos de mis tíos los Alguaciles y al silbo del afilador, al cual y a su carro hasta acompañábamos por las calles, a veces. Muy pronto descubriría en mi nuevo pueblo otras cosas desconocidas para mí, como las pipas de girasol, las chufas, los tramusos, los recreativos, la regaliz de palo, los helados (en su fábrica los polos eran más baratos y los cortes era cosa de ricos), los quioscos con sus tebeos, las castañas asadas, las mandarinas (hasta entonces sólo conocía las naranjas), etc. y sobretodo aquel pueblo. Era muy grande y hasta tenía un tren para ir a Sagunto. Yo solo conocía los cacahuetes de casa del tío Soguero y el helado de mantecado que los niños nos comprábamos en la puerta de la plaza de toros, cuando las fiestas de Gea y por supuesto, los caramelos y el turrón.

 

Mi padre y el tío Ramón habían llegado año y pico antes, estando hospedados en casa de los Chicutos (recordad que unos años atrás indiqué que toda esta famila había marchado al Puerto). Ambas personas (que también eran primos segundos o terceros) habían comprado en la calle Del Mar el terreno de parte de dos huertos para sus futuras viviendas y seguido el levantamiento de la obra. Ahora, periódicamente, venía un albañil a casa y junto a mi padre continuaban con la obra (habitaciones, aseo, barandilla y escalera de la terraza, etc.). Por fin teníamos cobijo propio. Curioso resultó como me dirigía a los mayores de allí: si era a los geanos mayores que vivían en el Puerto, tío o tía (salvo alguna excepción), si no eran geanos, señor o señora. Otra sorpresa que me llamó la atención fue el fogón que ya estaba construido en la cocina. Utilizábamos carbón. Mensualmente traíamos un saco o dos a casa. Poco tiempo después mis padres comprarían un fuego de petróleo y me tocaba continuamente ir con mi garrafa a por combustible. Atrás quedaba el uso de la leña, único combustible que había conocido hasta entonces, si bien ya dije anteriormente que en mi casa de Gea, gracias a que mi padre era agramador de cáñamo, poníamos la estufa de la cocina al rojo vivo y atrás quedaban también las chimeneas gigantes de las cocinas (así las veía yo al ser aún niño), con los candiles apagados colgando.

 

Los Chicutos, en el Puerto, me presentaron a dos niños de mi edad, vecinos suyos, José María y Emilio. El primero marchó a los pocos años a París con un tío escultor a aprender dicho oficio y se mató cuando tenía 20 años, con un coche, por exceso de velocidad, en los Campos Elíseos según me contó Emilio, con quien mantendría amistad, llegando en el futuro a trabajar en la misma empresa, Altos Hornos del Mediterráneo. Dos recuerdos de estos nuevos amigos. Emilio vivíría rodeado de viviendas de geanos. Detrás de su casa, en la calle de Las Barcas, vivía la geana Sofía (a ella y a su marido, Fidel, no les llamaba tíos, no se porqué), mientras que en la calle de Sagasta, a su derecha Los Chicutos y posteriormente, a su izquierda levantaría vivienda el tío Severiano. En cuanto a mi nuevo amigo José María mencionaré que este tenía un juguete que le habían dejado los Reyes Magos,  un Kadako, una caja de piezas de plástico con las cuales podías construir un carro con su caballo, o una escalera, etc. Me dejaba jugar con él y solía decirle: -¡Cuanto me gustaría tener un juguete como éste!-. A mi me habían dejado un juego de parchís. Los domingos iba al cine con ellos y mi padre tardó unos dos meses en encontrarme colegio en el nuevo pueblo. ¡Lo que me faltaba!.

 

Antes de continuar, quería contar lo que siempre he considerado el milagro de Reyes Magos Valencianos. A los pocos días de su festividad, recibimos la visita en casa de dos primos de mi madre, los cuales tenían una tienda de tejidos en la Avenida de Burjasot en Valencia. Vinieron con una moto Lambretta y traían un regalo para mí. ¿Que creéis que podía ser?, pues si, era un Kadako. Recordaron lo bien que siempre se lo habían pasado en las fiestas de Gea con sus primas y sobre todo con mi madre y su hermano Victorino (este último, con más de veinte años, hasta dejaría los sueños de ser fraile, tras vivir aquellos días).

 

 

En la parte trasera del caballo, mi madre, su prima María (sentada) y la otra
me es desconocida. Estas chicas darían lugar, doce años después de la foto, a
que me diera por enterado de que los verdaderos Reyes Magos son valencianos.
 

 

Hablando de mi tío Victorino, este, nos había solicitado que visitáramos a unos conocidos suyos, los Ortiz, los cuales vivían en el Puerto, en la avenida 9 de Octubre, frente al camino del Trenillo, para tener más personas conocidas en dicho pueblo. Hacia allí nos dirigimos mis padres y yo, en nuestra primera visita y salida de nuestra casa porteña. Tras hacer las presentaciones, para hacer una gracia conmigo, me dieron un pedazo de calabazate y cuando me preguntaron si me gustaba les contesté que parecía mierda de gato. A mis padres no les quedaron ganas de hacer conmigo más visitas a otras personas.

 

Recuerdo que el día de San José mi padre me llevó, por primera vez, a ver una mascletá en la plaza de la Marina y nos pusimos en la esquina (comercio de Molina), debajo de la que sería mi primera escuela en el Puerto y a cuatro m. de los petardos. Creo que aún estoy corriendo.... Por cierto, un año de aquellos ocurrió un hecho que hizo que mi padre estallará con todo su genio. Había salido de trabajar a las seis de la mañana y acababa de acostarse y coger el sueño cuando pasaron por la calle los falleros tirando los cohetes de la despertá. Pusieron uno en la ventana de la habitación de mis padres, rompiendo incluso el cristal. Mi padre salió corriendo hasta la puerta y de allí les gritó hasta del mal que tenían que morir, cagándose en las fallas y en quién las fundó. Las fallas, al contrario que los petardos, me dejaron una gran impresión y siempre he sentido gran admiración por ellas.

 

Me apunté al catecismo, pues mis padres habían decidido que tomara la primera comunión. Los domingos iba a oír Misa a la iglesia de Begoña, en la Alameda, y después había varios grupos de chiquillos con su catequista, que nos enseñaba catecismo  Lo bueno es que allí nos daban un bono que servia para descontar 50 céntimos de la peseta que se nos cobraba por ver cine a la tarde (en blanco y negro) y el NO-DO, en aquel mismo local, conocido como el Cine Parroquial. Por cierto, otra sorpresa que me encontré es una especie de hojas dominicales que regalaban durante la misa. La iglesia del Carmen, parroquia a la cual pertenecíamos estaba situada por entonces en la calle de los Desamparados, pasando en aquellos días a un primer piso en el bloque de la escuela de Begoña, pero, con entrada por la avenida del Camp de Morvedre. Posteriormente se inauguraría la actual, en el mismo edificio y a continuación un Salón de Actos en su planta baja.
 

 

 


 

Tras la comunión, los niños recibíamos un desayuno en el Casino de A.H.V. La Siderúrgica,
en aquella época, estaba presente en casi todos los actos del Puerto de Sagunto.

 

 Antes de marchar de vacaciones a Gea, sufriría un grave percance, tal como paso a contaros. Cierto día, ya de verano, mi vecino Juanito me propuso ir a la playa, cosa que aún no había hecho. Lo de menos fue perder una sandalia nueva, pues habiéndolas, previamente, enterrado en la arena ya no aparecería, pero, lo que no he olvidado en mi vida es la insolación que cogí. Llegué a tener fiebre y la espalda toda quemada. Mi madre me la curaba con cebolla hervida y no podía dormir por la noche. Quizás por ello la playa no me llama y digo que con dos horas tiene uno de sobra para bañarse, leer, pasear, tomar el sol, escuchar la radio y mirar. Y encima, mi madre sacaba el dinero de la hucha (recogido durante mi primera comunión) para comprar el pan, cuando no tenía suelto. Decía que ya me lo devolvería, pero, nunca ocurrió. Siempre lo di por bien gastado. Ahora bien, años más tarde, cuando me enviaba a comprar me quedaba con parte del dinero devuelto.

 

Pocos días después se cumplía mi mayor ilusión: volver a Gea. Mis padres aprovecharon que Sofía iba a ver a su familia y le pidieron que me llevara con ella. Antes de comenzar a contar historias quiero hacer una mención especial para la tía Anastasia la Chicuta, de quien solía decir que era mi abuela del Puerto y del tío Blas, padre de Sofía, quien unos pocos años mas tarde pasaba temporadas en casa de su hija, en la calle de las Barcas y solía ir a verle, pues el nunca salía de la vivienda. Nos sentábamos en sillas en el comedor o en la terraza y comentábamos cosas del pueblo, de fútbol, de las quinielas y mis estudios. Desconocía por entonces el que yo también me llamaba Blas. Estábamos allí representando el papel de nieto y abuelo. Así lo consideraba. Por cierto, por aquel tiempo, Sofía tendría un hijo, Felipe, el cual, en años sucesivos se unía a nosotros. La tía Anastasia, aquel mismo año, me ofreció medio boniato blanco asado para que lo probara por primera vez y jamás he encontrado otro mejor, convirtiéndome en adicto. En cuanto al tío Blas diré que me inculcó el juego de las quinielas de fútbol cuando tenia once años y aun sigo jugando. Por cierto falleció delirando con las quinielas. Según su hija, tenía que cobrar un premio de doce, cosa que no tenía. Más de un conocido mío pensará que tal vez mi vida termine igual.

 

Bueno, pues ya estamos de nuevo en el pueblo y como decía mi abuela, por fin había cambiado. Al llegar el autobús a la parada me estaban esperando Constancio y Rafael y me preguntaron por los ladrillos y el aljez (yeso) que yo prometí cuando marché (para hacer una casa para los chiquillos del pueblo). Después nos marchamos juntos a confesar, pues, era sábado, y había que comulgar al día siguiente. Y llegó mi primera actuación. Volví loco a mosén Alejandro. Me dio por ponerme en un lateral del confesionario y comencé a contarle chismes al párroco. Cuando llevaba un poco tiempo el cura me preguntó quién era. -¡El nieto del tío Tomás! – le respondí. El me contestó gritándome - ¿Pero, no estabais en el Puerto?, ¡Anda, ponte delante, hay se ponen las mujeres!, con razón me estabas confundiendo! -. Las mujeres que estaban cerca se rieron a gusto.

 

Cuando salí de la iglesia mis amigos estaban junto a la entrada de la acequia madre al molino y hacia allí me dirigí. Estaban con mosén Cosme, un sacerdote ya mayor y primo hermano de mi abuelo, con quién había estado muchas veces anteriormente y que lo consideraba de mal genio. Me acerqué a ellos y cuando me dio la mano fui a besársela y me la retiró rápido, diciéndome: - ¿Qué haces muchacho? -. Besarle la mano, en el Puerto de Sagunto se la besamos a los curas y además, les llamamos padre -. Le contesté, mientras todos los chiquillos se reían, respondiéndome: -¡Padre!, ¡Padre! …. ¡Qué modas!.

 

Algún día después, pasé a ejecutar una idea que me ilusionaba - ¿Porqué no saludar a todo el pueblo? - había venido para todo el verano e iba a tener tiempo. Así que comencé por las calles de abajo y sólo llegué hasta la casa de enfrente del edificio actual de Ibercaja (la que está con la fachada pendiente de restaurar). El motivo fue porque en esta casa hice salir a una mujer de unos 40 años de edad, hasta su puerta, cuando estaba preparando la comida para sus cerdos y me dijo: - ¿Y para esto me haces salir, con la faena que tengo?-. En este momento di por terminadas mis visitas.

 

Luego fui a ver a mi primo Juan para preguntarle por mi perrica y este me dijo que se la había vendido a Pablo el Curadero (q.e.p.d.) por unas 50 pesetas y poder subir a la bicicleta de éste cuando esta estuviera libre. Mi primo me la había jugado. No obstante, a veces la seguía por las calles, para defenderla de algún perro que intentara propasarse. De Pablo recuerdo que era una persona admirada por mí. Hermano de Isabel, novia de mi tío Juan, tocaba la trompeta y posteriormente siendo yo aún un chaval nos traería parte de nuestros muebles al Puerto en un camión (no se si de su propiedad). Pero, quizás lo más llamativo sea la mala suerte que tuvo al final de su vida. Su esposa lo envenenaría diariamente, suceso que sería muy comentado en casa de mis padres, tras recibir la noticia de Sofía, los periódicos y la televisión.

 

Otra cosa que hice fue ir a cortarme el pelo a la peluquería de Boni (en la calle de San Bernardo y junto al Estanco). No se porqué motivo no me lo había cortado el tío Ramón en el Puerto. Observé que en la pared, Boni, tenía puestos los precios y el que cuadraba con lo que yo creía que me cobraba el tío Ramón (si bien, le pagaban mis padres) era el corte a Le Parisién, así que pedí ese estilo. - ¿Tu sabes lo que quieres?- me preguntó Boni y yo cabezón y por hacerme el tontico delante de los presentes dije que sí. -¡Le Parisién, Le Parisién!. Cuando Boni abrió un cortafuegos en el centro de mi cabeza, lo primero que pensé es que menos mal que mi padre no estaba en Gea. La única vez en mi vida que he llevado la cabeza sin apenas pelo. Ni durante el servicio militar.

 

No había traído ladrillos del Puerto, pero, en los siguientes días los chiquillos preparamos dos casetas, donde cabíamos hasta cuatro niños. Utilizamos piedras para la pared y maderas. Nos llovió y allí permanecimos. Además, una estaba sobre la era de la tía Joaquina la Tendera (hoy día Barrio Verde) y por allí había gallinas por lo que no nos faltaron huevos. La otra estaba ubicada en un solar que tenía un muro de piedra de un m. aprox. de altura, junto a la casa-posada de el Molinero en la carretera, junto al Barranco del Curadero (hoy día es una nave). Aquí teníamos fruta y bocadillos que nos traíamos. Pero, con la construcción que más disfrutábamos era con la arcilla de la cueva que hay entre la actual fábrica de tambores y la casa de los Perdigones, en la carretera. Algunos chiquillos (más mayores), realizaban verdaderas obras de carros, caballos y camionetas que yo envidiaba.

 

 

El arcillero entre la Fábrica de Tambores y la vivienda de Los Perdigones, junto a la carretera.

 

De este lugar en la carretera también recuerdo, al menos en dos ocasiones, que cuando el obispo subía de Teruel hacia Albarracín y estábamos por la sala de espera del autobús o en su proximidad, este, no mandaba parar el coche a su chófer hasta el arcillero, pese a que nos veía saludarle. Mis amigos salían corriendo tras el coche, gritando -¡Es el obispo!, ¡Es el obispo!- . A veces me he preguntado: -¿Porqué pararía en las afueras del pueblo?, además, recuerdo que yo no los acompañaba, porque me daba rabia tal acción. Ese, ya no era mi obispo, me decían, el mío era valenciano. La sala de espera del autobús, fuera del horario de paradas, era un lugar idóneo para refugiarnos los chiquillos y allí sentados contar cosas de nuestro mundo (no de películas, eso era en los porches del Ayuntamiento). ¡Ah! y además, dos o tres años después, incluso teníamos una fuente enfrente, al otro lado de la carretera (ahora existe otra muy parecida y en el mismo lugar).

 

Recuerdo que un día de aquel verano, uno de los niños propuso ir a coger almendras en una parcela de secano junto a la cuesta de Saldón. Cuando estábamos todos subidos en los árboles, excepto Constancio que vigilaba, este gritó -¡El tío Garrazas, el tío Garrazas!. Todos excepto yo bajaron rápido. Se rompió la rama en que estaba sentado y me quede colgado de un camal del pantalón corto. Constancio tiró de mí y caí a tierra. No era una broma de Constancio, pues, era cierto que el tío Garrazas venía hacia nosotros, procedente del Barranco de San Marcos. El subir alguna pared para alcahuetear en el interior de los corrales, también nos daba mucho morbo, como en el de Narro, en la carretera, donde me caí desde lo alto del muro y no digamos del único chalet  en el pueblo, en Las Fraguas, lo considerábamos rodeado de misterio, como la casa de los Picazo y la casa Grande. Si bien, el porrazo más grande de mi vida que recuerdo fue por este año y en la puerta del tío Daniel el Gato, en la calle Curadero. Mi abuelo había entrado a esta casa y me dejó solo sobre el carro, sin piso, terminando por liarme con una soga y cayendo al suelo vertical, dando en el mismo con la cabeza. Menos mal que no se espantó el burro. Me hice sangre en la cabeza y supongo que mi abuelo llevaría buena bronca de la abuela. No paraban de recalcarme mis abuelos que era muy revoltoso, mi padre, soñador y el pueblo, mentiroso. ¡Vaya panorama!.

 

 


 

El carro, como los animales que los lucían, ya son historia. Desaparecieron del pueblo.

 

La Casa Grande era para nosotros un mundo aparte, las historias imaginarias sobre la misma eran asombrosas. Constancio decía: -Solo las pinturas árabes que tienen las dependencias valen un millón de pesetas y Rafael añadía: -¡Mirar el escudo, el único de Gea, ¿Porque?, porque aquí se alojaban los reyes cuando venían al pueblo-. Y yo añadía: -¿Y de la huerta,  que la tienen en su misma casa y es bien grande, que me decís?. Sería porque mi padre, que aun conservaba sus terrenos, no tenía ningún huerto entre ellos y casa ya teníamos en el Puerto, digo yo. En cuanto a la casa de los Picazo, cuanto habría presumido ante mis amigos, entonces, si mi padre ya me hubiera contado que había sido el chiquillo de los encargos en dicha casa, cosa que hizo siendo yo ya mayor. Era un famoso médico de Valencia que atendía preferentemente a las enfermedades de la mujer, me diría mi padre.

 

 

El escudo de los Ilzauspea en la Casa Grande siempre nos produjo a los niños mucha fascinación y más
cuando todos queríamos presumir de nuestros pequeños conocimientos de la Historia de España.

Este verano me encontré con una gran sorpresa por parte de mi tío Juan y su novia Isabel. Habían dejado el noviazgo y mi tío festeaba con otra chica, Rosario, la hija de la tía Joaquina la Tendera. Casualmente, la dueña del pendiente de oro, perdido por la niña vestida de mañica el día que pasó Franco por Gea, en el año 1953 y que yo mentiría diciendo que lo tenía mi madre. Quizás aquella historia sirviera de inicio para la relación futura de mi tío Juan, si bien sería corta, pues, como cuento en otro capítulo, fallecería a los 34 años. Mi tía no viviría con ningún hombre el resto de su vida y ello hizo que yo sintiera por ella un aprecio inigualable. Continuo. Las dos familias, para estrechar lazos, decidieron hacer una visita a Albarracín, que estaba en sus fiestas patronales en septiembre. El viaje se realizó en carro y pasamos por un puente de madera yendo directamente a un convento y posteriormente a la ermita de Santa Bárbara. Algunos años después se prohibiría circular por la carretera a los carros con llantas de acero. Por la tarde asistimos a una corrida de toros en la plaza del Ayuntamiento donde no vi casi nada, lo contrario que ocurría en Gea. Cuando ya de mayor visité los mismos lugares lo recordaría. No me pareció en aquel momento lo importante que en el futuro sería para mí y para los 30 periodistas españoles, que hace unos pocos años lo votaron en el periódico El Mundo como el primer pueblo de España, seguido de La Alberca (Salamanca).
 

 



Mi tía Rosario (embarazada) y mi tío Juan, viviendo ya en Madrid. Mi tía le inculcaría a mi prima Rosario,
 siendo esta aún muy niña, el cariño a nuestro pueblo. Además, antes de fallecer solicitaría su sepultura en Gea.

 

También, cuando había alguna moto parada en la carretera que atraviesa Gea, mis amigos, se quedaban admirándola y yo solía decir que lo que me gustaban eran los coches no las motos. Se reían de mi tontería. Hoy día me gustaría saber cuantos coches hemos tenido entre todos. Los sueños no me han abandonado en mi vida. Recuerdo cuando a mediados de la década de los noventa solía decir que en el polígono de Tiro de Caudé se ubicaría el futuro aeropuerto de Teruel (ni Julio Verne se lo habría imaginado), posteriormente lo propondría en las Cortes un tal Doñate, diputado por Teruel, o cuando mi hijo me quito la idea de comprar los dominios de viajesespaciales.com y navesespaciales.com (al principio suponía dinero) y pocos días después ya estaba registrado por otros. Menos mal que me quedé con el dominio del pueblo, pues, había interesados en hacerse con los dominios de los pueblos y luego venderlos (de ello tengo constancia, sirva el ejemplo de Albarracín, pues, me propusieron que si conseguía que su Ayuntamiento les compraba www.albarracín.com me lo pagarían).

 

Hablando de soñadores, cuantas veces me ha dicho Constancio en mi vida: -¿Te acuerdas cuando nos contabas en los porches de nuestro Ayuntamiento las películas que habías visto en los cines del Puerto?. Recuerdo que este año y en los sucesivos (me lo solicitaban) les contaba por ejemplo tres películas de Tarzán, cuando sólo había visto una, o de vaqueros, o de espadachines, etc. Los niños se sentaban en los bancos de obra y yo, de pie y enfrente, dentro de los porches, les metía los rollos, la mayor parte inventados. Hacía de Tarzán saltando o de mona Chita, o de espadachín, aunque el episodio que más recuerdo es cuando hacía de vaquero gigante acompañando a los yanquis contra los indios. En lugar de pistolas llevaba cañones y sin sacarlos de la funda y con un solo disparo barría a todos los indios. Se reían mucho y me pedían más y más.

 

 

En el primer porche disfrutaba ante mis amigos actuando en el particular cine-teatro. 

El bañarme solo en el río, a la edad de nueve años, supongo que lo tendría prohibido y por eso, cierto día de aquellos, me encontraba con mi primo Victorino el Alguacil y su amigo César el Zorro (tenían 6 años), debajo de una noguera en el huerto de la tía Felicitas, al otro lado de la acequia, junto a la entrada del molino. Acertaron a pasar por el camino existente junto al río, antes del puente, un grupo de chavales más mayores, que posiblemente venían de bañarse, entre ellos los hermanos de los anteriores Juan el Alguacil y Valeriano el Zorro, gritándonos: -¿Qué estáis haciendo?. ¡Ya se lo diremos a la tía Felicitas! -. Nos asustamos, pues, estábamos cogiendo nueces verdes en el huerto de esta señora y salimos de estampida. Con las prisas, mi primo empujó sin querer a César y este se cayó al interior de la acequia, agarrándose fuertemente con una mano a la reja filtro que retenía el ramaje y con la otra a una mano mía, mientras yo no paraba de pedir auxilio. Los chicos mayores me escuchaban y pensaron que era una trastada más de las mías, pero ante mi insistencia los hermanos de los implicados aceleraron y al girar por la esquina y vernos llorando a Victorino y a mi y con el peligro, pues, César cabía entre los barrotes de la reja, nos auxiliaron rápidamente. Recuerdo, que César, pese a lo pequeño que era, no lloraba y completamente asustado se sujetaba con fuerza a la reja. Yo lloraba porque se me iba escapando y el auxilio no llegaba y era consciente de la situación.  Al día siguiente, bajando de casa de mi abuela (lógicamente los veranos los pasaba ya en casa de mis abuelos), al llegar al hueco de la nave trasera del edificio de la iglesia, me encontré con Valeriano y me dio una peseta, diciéndome a continuación las siguientes palabras: - ¡Toma Bernardino!, por lo que has hecho por mi hermano -. Cogí la moneda y me fui la mar de contento, pese a que la había rechazado, pero, recuerdo que Valeriano insistió. Por cierto a través de la turbina del molino ya ha pasado alguna persona, si bien, no he escuchado que haya habido muertes. Como el caso de dos hermanas geanas aún niñas.

 


 

La reja continua con el mismo peligro. Si bien, con menor empuje al tener bajo caudal.
Observar a nuestra izquierda la compuerta de la cicuelilla mencionada en
los capítulos.

 

Uno de aquellos años la huerta del pueblo se inundó tras un desbordamiento del río a causa de fuertes tormentas. Recuerdo como se quejaba mi tío Juan, supongo que por lo que el habría trabajado en ella y decía que había medio m. de agua sucia. En el Puerto, en el año 1957, se viviría una situación parecida, inundándose las casas de la huerta y los huertos próximos al río Palancia. Quizás por ello, mi padre devolvió un huerto que le habían arrendado el año anterior. Recuerdo que sembró cacahuetes y ya no correría mas aventuras de ese tipo. En el huerto de al lado, en una caseta bajo una higuera, con sólo las cuatro paredes y el techo, vivía un matrimonio con cuatro hijos. El mayor pasaría a trabajar en la Fábrica (la siderúrgica), tras intervención de mi padre, y el pequeño vive actualmente cerca de mi vivienda y siempre que lo veo me recuerda aquel sistema de vida. Este año sería también el de la riada de Valencia y mi padre, junto a muchos compañeros de trabajo marcharon en camiones y con herramientas a ayudar en la tragedia.

 

Pero, la gran trastada en Gea iba a llegar unos días después. Aunque, antes, comentaré lo que me pasó con José el Pid. Fui con mi abuelo al hortal de las Marianas, como otras veces. Es el primero que riega directamente la acequia madre por la derecha, tras su paso por el molino. Este tramo de la acequia, como sabemos, se tapó para ensanchar el camino. Solía visitar los huertos vecinos e incluso la acequia reguladora de caudal que unía la acequia madre con el río, donde cogía cangrejos (tapada actualmente por el parque de recreo de El Rastro). Hoy día les tendría miedo. Me dio por entretenerme en la cicuelilla de riego que entraba al huerto de los Liceres, dentro de este, cayéndome todo lo largo que era dentro de la misma (se conserva igual a aquellos tiempos). A continuación, mi abuelo, quien ya sabía que iba a llevar bronca de mi abuela, me mandó irme a casa todo mojado. Al pasar por el comienzo de este tramo de la acequia, me encontré con el tío Pid, que estaba pescando allí, sentado en el pequeño muro, junto a la casa de Peyrolón. Le dije lo que me había pasado y me dijo que no se lo creía, pues sacándome el forro interior de los bolsillos del pantalón me dijo que no llevaba agua en ellos y se quedo riendo. La siguiente trastada le quitaría la risa, sin yo saberlo y ni esperarlo.

 

En cuanto a la trastada, comenzó con una invitación de Germán el Conde (q.e.p.d.) a Pedro el Matrón y a mí, a buscar rebollones una tarde de aquellas. Nos adentramos en el monte por el Barranco Tobías y no encontramos más que una seta en un barranco. Pero, arriba de este descubrimos que había unos cuantos paneles de abejas y que además de cajones de madera también había colmenas con forma redonda de corcho. No sabíamos de quien eran. Germán se puso a filosofar (le gustaba mucho hacerlo) sobre el peligro de las colmenas y sus abejas, advirtiendo de que allí sólo podía subir una persona preparada. – No hay hombre que entre hay, si va como nosotros – dijo y sólo se que a continuación yo ya estaba subido sobre las colmenas pegándole patadas a todas las de corcho, mientras ellos me gritaban -¡Baja Bernardino, Baja! – y otras palabras que me callo, pues, en ese momento estaba escenificando el Quijote de Gea. Salimos por piernas y como cuando las avispas, de párvulo, sólo me picó una abeja. Al volver lo hicimos por el camino de la Casilla y antes de descender por la cuesta de Saldón nos encontramos con Carlos el Cureta (este no lo recuerda), que estaba arando y no le contamos nada. Pero, con el revuelo que se armó en el pueblo al conocer lo sucedido ya podéis imaginar el resto.

 

Al día siguiente, por la tarde, bajaba de casa de mis abuelos (calle Alta) y al llegar a casa de Enrique el Juez se asomó el perro en su puerta y se puso a ladrarme (casi siempre lo hacía), eché a correr y girando la esquina del horno rápidamente y nada más tomar la calle San Bernardo, tropecé a los 5 m. en medio de la calle con un albañil, el cual estaba agachado amasando yeso en una gaveta. Era el tío Pid, que junto a Marceliano estaban reparando o modificando el horno. El tío Pid levantó las manos llenas de yeso del recipiente y me cogió de las dos orejas. - ¡Ya se lo que habéis hecho, sinvergüenza, pero lo vais a pagar caro. Os van a poner una multa de 500 pts.!- me dijo y me dejó marchar! -. Los tres niños pasamos unos días de apuro, aunque quedaba claro que había sido yo, pero al final, como eran familia mía, no hubo multa. Menos mal que mi padre estaba en el Puerto de Sagunto. Me imagino a mis abuelos y a mi tío Juan cuando hablaran con los dueños de las colmenas y además de ser familia, al tío Pid le unía una gran amistad con mi abuelo. Por cierto, muchos años después, me enteraría de que el tío Pid fue una persona maravillosa mientras vivió y enseñó a tocar la guitarra a muchos geanos. Conmigo siempre bromeaba.

 

  

Cuanta nostalgia sobre la música de Gea encierra esta imagen. Nuestra amiga Dorita (la joven de la bandurria)
lo sabe muy bien. La persona mayor sentada es el tío Pid (uno de los cuatro que sonríen). Muchas gracias a quien
inició la circulación de la foto por el pueblo.
 

Mis padres subieron a las fiestas y se enteraron de alguna de mis fechorías. Mi padre me dijo que ya se habían acabado mis vacaciones en Gea y que al siguiente año no subiría. Los siguientes días, de cara a la galería debí rozar la perfección en conducta (de algunas fachadas blancas que junto a mis amigos y durante las fiestas patronales les explotamos bombetas, nadie se enteró). Lo cierto es que mi padre se marchó y mi madre y yo nos quedamos unos cuantos días. Mi padre, cuando llegó al Puerto tomó cartas en el asunto. Lo primero que hizo fue conseguir un compromiso con un nuevo maestro, Enrique Senent, venía diariamente a dar clase al Puerto desde Chirivella y sería decisivo entonces y para mi futuro.

 

Recuerdo que, tras las fiestas, los días siguientes mi madre tuvo gran colaboración de mi tío Juan en mi educación. Por ejemplo, en el poyo pequeño de la cocina (ya desaparecido) mi tío me hacía practicar la tabla de multiplicar. No me entraba la del 9. No había manera. Unos años después me vengaría de dicha tabla, aprendiéndome también de memoria y por mi cuenta los cuadrados del número 11 al 20. Esto me fue de utilidad en numerosas ocasiones en otra época (he llegado a ver a personas con estudios multiplicar por diez en calculadoras electrónicas). Bueno, siguiendo con mi tío Juan, uno de aquellos días me llevó a los Prados con él. Recuerdo que yo iba encima del burro y mi tío andando. También tenían un mulo pero este lo había dejado en casa (por cierto, decía mi abuelo que dicho mulo era el segundo más viejo del pueblo). En aquella época tenía la costumbre de a cualquier pregunta responder -¿Qué? -, así que aquel día, sea porque habíamos subido una gran cuesta, o vete a saber, tras uno de mis ques, se dirigió a mí con un enfado terrible: - ¡Como me vuelvas a decir que, otra vez, te meto una hostia que te tiro del burro! -. Ni los sicólogos. Solucionado, se acabo el hacerle repetir frases. Pero, ¿si mi tío era tan bueno?, ¿cómo me hacía aquello, con lo que a mi gustaba hacer repetir?.

 

 

 

Que tiempos aquellos. Recuerdo que mis tíos Rosario y Juan partieron nada más terminar
el banquete de su boda, en el viejo Salón de Soguero, por primera vez a trabajar a Francia.
Estoy seguro de que a ellos no les importaba tal circunstancia. Se casaron plenamente enamorados.

 

Bueno, se acabaron las vacaciones y regresamos al Puerto. Los cuatro años siguientes iban a cambiar mi vida estudiantil, pasando de prácticamente nulo a tener una gran actividad. De no saber nada de matemáticas, a aprenderme de memoria incluso el enunciado de los problemas. Las notas pasarían con el tiempo a ser sobresalientes. Mi padre me recordaba que un solo suspenso equivalía a no subir a Gea durante las próximas vacaciones. Pese a que funcionaba estupendamente, aún me quedaba voluntariamente una hora al repaso (que pagaba mi padre), donde el maestro me obligaba a corregir y a enseñar a chicas mayores que yo, que sólo venían al repaso (la clase era sólo de niños). Además, en casa, me ponía la Enciclopedia de Grado Medio de pie apoyada sobre el respaldo de una silla y yo sentado enfrente, en otra silla, comenzaba a aprenderme el texto al pie de la letra (no a razonar). Cada fin de curso le presentaba a mi padre el diploma de honor. Y ello me abría la puerta del verano de Gea. Mi padre me tomó bien la medida y yo me lo ganaba.

 

Otra escena real, por este tiempo, que se producía en casa, era el miedo que pasaba cuando en contadas ocasiones mis padres marcharon al cine a la sesión de las 22 h. Sobretodo, cuando mi padre llegaba a casa diciendo que proyectaban un peliculón, según sus amigos o compañeros de trabajo. La puerta de la calle, de madera, no cerraba bien y se quedaba abierta. Yo lo sabía. Sobre la misma pegaba la cortina de bolillos, haciendo mucho ruido, y más cuando en la calle hacía mucho viento. Además, en la terraza, teníamos conejos y estos pegaban fuertemente sobre el piso con sus patas y aunque también lo sabía, a veces me preguntaba ¿y si fuera una persona mala?. Jamás dije nada. Bueno, lo contaría a mis padres muchos años después. Cosa de la que me arrepiento, pues se que a mi madre le causé pesar y más cuando ella estaba en contra de la petición de mi padre, pero, gracias a ello mi padre tuvo alguna distracción y no dedicó las horas del día sólo a trabajar, durante aquellos años. Por cierto, decía en el primer capítulo que daba fe de lo ordenado que era mi padre, pues bien, os contaré que llevaba una gran libro con la contabilidad de la casa, con entradas (anotando sus nóminas semanales) y salidas, pero, lo curioso es que era una carpeta vieja y en ella figuraba, para que os podáis hacer una idea, unas zapatillas y una camisa blanca de antes de casarse. Como en el solanar de Gea en mi casa del Puerto y en el trastero de la terraza también disfrutaba alcahueteando.

 

Hasta los nueve años me oriné en la cama mientras dormía. Siempre soñaba que iba a orinar y me despertaba tarde. Mis padres fueron comprensivos y mi madre colocaba la sábana a secar en la terraza tapada. Algunas madres las colgaban a la vista, para presionar a sus hijos, ante tal problema. Ahora bien, mi madre me sometía a un padecimiento especial. Este se daba cuando comenzaba a tejer un jersey de lana para mí, me lo iba probando cada hora, hasta que terminaba y recuerdo que no lo soportaba y menos, cuando, a los demás chiquillos los escuchaba jugando en la calle (pero, yo aguantaba por lo que pudiera pasar).

 

El tío Ramón conseguiría que sus hijos entraran en las escuelas de Begoña (propiedad de A.H.V.), cosa que mi padre no pudo, al ser yo sólo. Quizá por ello, Ramón y yo tendríamos amigos diferentes, aunque, en la calle, siempre estábamos jugando juntos. A veces le he comentado a Narciso, su hermano: - Recuerdo cuando estando sentados en la acera, enfrente de nuestras casas, comiéndonos nuestra merienda y tu me mostraste el interior de tu bocadillo: un plátano -. Yo también los probaría por entonces., dejando atrás los sueños de la puerta de la tienda del Albardero, en Gea. Mi bocadillo en día laborable, en aquel tiempo, siempre era de atún con olivas que compraba en la tienda y en casa era pan con aceite o con vino y azúcar. Así que las meriendas que me preparaba mi abuela en Gea no podían ser superadas.

 

El día de Nochevieja acudimos muchos geanos a la casa de los Chicutos y asistí asombrado a la juerga que aquella noche vivimos. Bernardo (nunca le llamé tío, quizás porque jugaba conmigo de pequeño) y el tío Severiano no paraban de contar chistes, como uno de los picantes de americanos, ingleses y españoles del que sólo recuerdo que terminaba diciendo: -Pues en España, las mujeres mean por el ombligo, palmo más arriba o palmo más abajo -. Todo el mundo reía. Mi madre y yo nos retiramos a nuestra casa que estaba cercana y mi padre se quedó. Félix el Chicuto (q.e.p.d.) lo traería después completamente mareado, la única vez en mi vida que yo le vería así. Al día siguiente mi madre y yo nos reímos de lo sucedido. Lástima, ya no celebraríamos más nocheviejas así, me quede con las ganas de su repetición. Los geanos que ya vivían en el Puerto antes de llegar nosotros hicieron que no sintiéramos nostalgia de las celebraciones de la Navidad y Año Nuevo en Gea, al menos por una noche.

 

 

CAPITULO IX
 

1956. SEGUNDO AÑO DE VACACIONES EN GEA

 

El ir a escuela diferente trajo con el tiempo amigos nuevos de mi misma clase: Pepe Flor, su padre era el único pastor de ovejas en el Puerto (al menos nunca vi a otro) y su madre llevaba la carnicería; Fernando el Meregildo, geano e hijo del tío Severiano y Juanito Cano el Cojico, el vecino de enfrente de mi casa. Todos los vecinos de la misma edad nos llevábamos bien y hasta en cierta ocasión creamos el equipo de fútbol de la calle, con los hijos del tío Ramón, los geanos Ramón y Narciso (el portero) en el equipo. Ramón Garcerá era su impulsor. Otro chiquillo vecino que se uníó a nosotros unos pocos años, Angel, marcharía con un tío a Menorca, donde llegó a ser director de un gran hotel, falleciendo a los 50 años a consecuencia de un infarto. La madre de Ramón Garcerá tenía un comercio de ultramarinos en nuestra calle y ello pesaba en aquellos tiempos.  Durante el curso escolar cumpliría los diez años. Y lógicamente, al verano, marché de nuevo a Gea.

 

Como el año anterior, me estaban esperando mis amigos y esa misma tarde fuimos a bañarnos al río Guadalaviar, nuestro río. Cada año los niños del pueblo elegían para ello un lugar en el cauce del mismo. Este año correspondía al Pozo de la Piedra. Una vez allí, ocurrió que José el Severo, dos años mayor que yo, no tenía bañador y no se atrevía a bañarse. Le dije que si no le importaba, yo le dejaba mis calzoncillos, pues yo tampoco lo tenía y aceptó. El río contaba en este punto, en su orilla, con tres peñascos en forma de escalera que se correspondían con tres profundidades diferentes del caudal. Mientras en los dos más pequeños no cubría, el más alto era propiedad de los mayores, tanto para lanzarse como para bucear y era el pozo que daba nombre al lugar. Tendría unos 2 m. aproximadamente de profundidad. Se metieron todos rápidamente en el agua excepto yo  y ello me dio opción a subirme al peñasco más alto. A la vez, todos comenzaron a pedirme que me lanzara al agua. Si, eso hubiera querido yo, pero, si no sabía ni nadar. De pronto, escuché una voz que venía de arriba, de la ermita de San Antonio. No, no era San Antonio, sino el párroco mosén Alejandro, gritando: - ¡Os estáis bañando sin taparrabos!, ¡Os vais a enterar! -.

 

Mis amigos no dijeron nada. Pero, de los más mayores tuve que escuchar: ¡Acabas de llegar al pueblo y ya nos has jodido, Bernardino! -. Aquella misma tarde aún le daría tiempo al cura de mandar a mi tío Victorino el Aguacil que echara un bando con la siguiente canción: -¡Se hace saber, que todo aquel que se bañe en el río, sin taparrabos, sufrirá la multa de 25 pts.!-. No hay mal que por bien no venga, el tío Jacobo, que los vendía, aumentó sus ventas. Por lo menos con mi nuevo bañador geano. Recuerdo también, que para aprender a nadar utilizábamos una tabla y que apoyándonos en ella y moviendo las piernas, nos deslizaba la corriente aguas abajo, tomando incluso la curva de este tramo. El pasar por la zona más profunda apoyándonos a dicha tabla producía gran emoción. Después salíamos del río y remontábamos unos treinta m. por el camino y a comenzar de nuevo. Cuando ya sabíamos nadar nos tirábamos una manzana (aún verde, normalmente) unos m. aguas arriba y tratábamos de recogerla con la boca. Además de las manzanas también solíamos coger moras negras de las zarzas y nueces (hasta cuando no se podían comer). Estas últimas en la zona de Las Nogueras. Por cierto, este año de 2013 me he llevado una sorpresa, sólo el nogal de Araceli la Forestala tendrá nueces, de todos los demás del pueblo se ocupó una helada (según José el Garroso). Sin embargo, en el 2014 los nogales están saturados de fruto.

 

Estando bañándonos, los chavales comenzaron a decir que si este año había mucha pesca, que si fulano tiene caña, que si el tío Pid pescaba mucho, etc. Recordé que a mi primo Antonio el Madrileño, le vi guardar el año anterior una caña en el rincón de un cuarto, en casa de mi tía Victoriana. Así que no me lo pensé y me la llevé a casa de mis abuelos. Mi tía Ascensión la Sorda me advirtió que cuidado con romperla y yo le dije que tranquila, que lo que iba a hacer era traer muchas truchas y barbos (y sin cebo). Lo que ocurrió es que nada más llegar al río ya había partido la caña por la mitad. No quiero recordar como se puso mi primo cuando llegó ese verano de vacaciones. No me pegó, pero ya nunca más toqué sus cosas.


Excursión al monte con mis primos los Madrileños, mi tía Ascensión e Isabel. Mi primo Antonio

demuestra el cariño que le unía con el burro de mis abuelos.

 

 

Otra foto de los Madrileños. Todos los veranos esperaba mi familia su llegada a Gea.

 

No sólo yo hacía trastadas. Recuerdo el día que estando jugando en casa de José María el Marzo con este y Constancio el Secretario, el primero, no se porqué motivo se enfadó y nos declaró la guerra. Nos metimos en la cuadra y cerramos la puerta porque desde el corral, no paraba de lanzarnos objetos. Cuando dejó de tirar cosas y dijo que nos perdonaba la vida, le abrimos, y pudimos ver la puerta pintada de colores. Había estrellado todos los huevos que habían puesto sus gallinas. Su madre, la tía María, una de las mujeres más buenas que he visto en mi vida nos preparó la merienda a los tres. Ella sabía que su único hijo también era muy travieso. Me pregunto ahora por primera vez en mi vida ¿Qué dirían las gentes del pueblo cuando nos veían aparecer cerca de ellos?.

 

En la carretera viviría otra anécdota, junto a la sala de espera del autobús (siempre le llamé la Cueva). Ocurrió cierto día que estaba por allí con Pablo y Constancio. De pronto se presentó un coche con dos ocupantes y paró junto a nosotros. Bajó el copiloto, un hombre muy delgado, con traje y sin apartarse del coche se dirigió a nosotros: - ¡Eh!, chavales!, venid aquí! -. Pablo el Parretas, que tenía entonces 12 años salió corriendo y saltó la parte baja del muro (unos dos m. aprox.) limpiamente. Aquel hombre era el futuro maestro de escuela de los mayores y nos dio a los otros dos chiquillos una peseta a cada uno. Posteriormente ensayó Pablo el salto y le suponía mucho esfuerzo y tiempo el rebasarlo. ¿Y si llega a ser un ladrón de niños? nos diría Pablo, después.

 

 

 

 

El Chalet, un misterio permanente. Cuando en alguna ocasión pasé estando la puerta abierta, solo su escalinata
ya me producía un gran respeto. Posteriormente,
en Valencia vería muchas edificaciones parecidas.

 

También, como todos los años me tocaba llevar el trillo en la era. Mi abuelo compartía la parva con mi tío Victorino el Alguacil y su hijo Victorino y yo llevábamos los trillos. Los mayores se metían al pajar a comer y a nosotros nos mandaban con los mulos al río, junto al puente, a que abrevaran. Estábamos esperando toda la mañana ese momento. Bajábamos y subíamos a caballo sobre los animales y los metíamos en el centro del río. Los mulos se mojaban la barriga, pues, entonces si que bajaba caudal, pese a ser el mes de Agosto. Les tirábamos del ramal de vez en cuando, como nos habían advertido los mayores. Pero, a veces, le preguntaba a mi primo (tres años más pequeño que yo): -¿Qué pasa si los dejas que beban sin parar?. Nada, ¿Lo ves? -. Luego regresábamos cuesta arriba hasta nuestra era, la más alta en la cuesta de la Cruz del Alto, y nos tocaba comer a los dos solos. Comíamos juntos y a mi primo le contaba cosas. Lo tenía embobado. Pues, yo no paraba de decir tonterías imaginativas. Cuando pasaban sobre nuestras cabezas los aviones Sabre, del Ejército del Aire que hacían prácticas de tiro en Caudé les disparábamos y cuando desaparecían decíamos que les habíamos dado. Le decía yo; - Si ellos nos dispararan, en un segundo, teníamos la trilla terminada -. Curiosidades de la vida: mi primo hizo el servicio militar en el Polígono de Tiro de Caudé y yo en Manises, donde aún estaban por entonces este tipo de aviones (norteamericanos, procedentes de la Guerra de Corea, 1950-1953).

 

 

 

La era de mi abuelos también quedó para la historia. Vista actual del pueblo y de dicha era. Se me ocurre
 pensar ahora, que si llega a estar entonces esa columna, ...... seguro que mi mente habría pensado en una nueva
 aventura y mi primo Victorino y yo habríamos trepado a lo alto de ella y disparado a los aviones de Manises.

 

Por cierto, hablando del río y del puente, debajo de este y en el lado del molino, se tiraba las hojas secas de las panojas y era un sitio ideal para que los niños nos lanzáramos desde arriba sobre ellas. Algunos nos entreteníamos girando las varillas de hierro de las barandillas  (tan largas como el puente), ya que ello producía un ruido muy molesto al chirriar. También solíamos coger cangrejos y caracoles. En cierta ocasión, la madre de Pepe el Matachín nos cocinó unos cangrejos y también comimos liebre que ella tenía. Era la primera vez en mi vida que la probaba. En la entrada de esta casa, en la calle de En Medio, nº 11, existe una cueva que se adentra hacia el interior de la montaña. Pensábamos de niños que posiblemente en otra época se realizaría la excavación para comunicarse con algún punto estratégico de la villa. Nunca entré en ella. ¿Miedo?. Actualizo, Modesta, su dueña, me enseñó hace poco la entrada de la misma y me dijo que no tiene mucha longitud y que conducía a casas cercanas dentro de la villa. Y es que a veces, por boca de sus dueños, conocemos datos que nos sorprenden, como cuando durante estas últimas fiestas, Antonia, la dueña de la casa palacio de la calle Mayor, lugar donde veraneaba el escritor costumbrista y político Don Manuel Polo y Peyrolón (no era su dueño), me dijo que el edificio se había construido a principios del siglo XX, aprovechando tres viviendas existentes. De niños creíamos que era mucho más antigua y que pertenecía al escritor costumbrista de temas de la Sierra.

 

 

La tía Dorotea junto a su esposo, el tío Santiago (amigo de mi abuelo Tomás),
en su calle, la de En Medio. El siempre solía bromear conmigo (como el tío Pid).

 


 

Modesta, la hija de los anteriores, es ahora la dueña de este curioso túnel subterráneo, sito en la calle
 de En Medio nº 11. Existen más casos similares en el pueblo, pero, se han tapado al efectuar reformas.

 

Recuerdo, que también por entonces, mis abuelos, decidieron eliminar el fuego del suelo y los morillos y comprar una cocinilla con horno y agua caliente. Mi abuela no tendría radio en su vida, pero la cocinilla le iba a paliar parte de esa ilusión. Como solía decir mi padre: - La abuela tiene un toque para la cocina buenísimo -. Hoy mismo, cuando escribo estas letras, os diré que he comido sopa con fideos de cocido y he vuelto a recordar cuando subía la comida a la era, en época de la trilla y parte de nuestro menú era su sopa casera. Tanto me acercaba al fuego que me ponía completamente rojo y me dolía la dentadura, cogiendo rabietas por ello. Como consecuencia de ello solía decir que el primer dinero que ganase en mi vida sería para cambiármela, como mi padre (este, a sus treinta y cinco años ya la llevaba completamente postiza, tras muchos viajes, andando, a Cella).

 

 

A partir de ahora este gran edificio ya no se llamará la Casa-Palacio de Polo y Peyrolón, sino,
sencillamente, la Casa de Antonia. Es de justicia, pues, nunca fue propiedad del escritor.
 

Cierto día de estos, estando en los porches del Ayuntamiento, comenzaron a llegar personas a la plaza por la calle de La Taberna, algunos con pozales, gritando: -¡Fuego, fuego en casa de Sebastián!-. Los niños, lo primero que hicimos fue ir a alcahuetear al lugar del siniestro (en lo alto de la calle de El Rosario y bajo el actual restaurante El Soguero). El humo salía por una ventana lateral de la casa. Después de observar la cadena formada desde la acequia madre en El Carrerón, hasta la casa del tío Sebastián, nos añadimos a la cadena de brazos y cubos. Aquello fue de tanta excitación que, aun hoy día, siempre que paso por allí y veo dicha ventana lo recuerdo. Además, no olvidemos que apreciaba mucho al tío Sebastián, pues, era amigo de mi padre (años atrás juntaban sus equinos para tener un par) y mis amigos solían provocarme diciéndome que su hija Lorenza era mi novia. Recuerdo que ello me producía enfado, no se porqué, ambos éramos chiquillos humildes y jugábamos juntos en la calle. Quizás la chica también naciera en el año 1946. Como todo soñador, también era muy tímido.

 

Este verano, las andanzas por la huerta y sus frutales y contar las películas que había visto en el Puerto también fueron habituales. Pero, como observaréis mis mentiras ya no eran dañinas. Uno de los lugares de distracción continuaba siendo el corral de casa de mis abuelos. En cierta ocasión estaba dentro con el nieto de la tía Paula (ya dije que los niños veraneantes eran como un geano más y este creo que vivía en Barcelona y no recuerdo su nombre) y cerramos la puerta. Fuera estaba mi prima Virgilia la Niña y Angeles y las insultábamos. Virgilia nos decía -¡Poned el ojo en el agujero, que mirad lo que tengo -.y asomaba un palo pequeño por el agujero en la madera de la vieja puerta, que aún existe.

 

Recuerdo que cuando soltaban a los cerdos de las cortes (cuadras) por el corral para que estos disfrutaran de más zona de movimientos, como eran tan grandes, les tenía miedo. Muy diferente a cuando mi abuela ordeñaba a las cabras, pues, sabia que detrás venían las cuajadas con azúcar. Por cierto, tras fallecer mi abuela, mi abuelo se desharía del burro y el mulo, adquiriendo una burra muy dócil y pacifica. Mi primo Luis el Madrileño me ha recordado en ocasiones, que le encantaba subirse en ella, a el y al resto de los niños de su familia.

 

Quiero dejar ahora un recuerdo para los ratos pasados con un niño dos o tres años menor que yo, que también por entonces jugábamos mucho, tanto en el corral de su abuela como en el de los míos. Tenía obsesión con las casitas que hacíamos, al principio en la calle del Curadero, pero, como nos las rompían pasamos a edificarlas en el interior de los corrales. Para tejado les colocábamos una o dos tejas, para pared unos ladrillos o piedras y para puerta una tabla. Este era Lorenzo Sáez (q.e.p.d.), nieto de la tía Nemesia la Niña. Quien le iba a decir entonces que de mayor iba a ser el propulsor de la actual Sociedad del Novillo. La vida es injusta, falleció cuando venía hacia el pueblo, desde Zaragoza, con toda su ilusión para tratar asuntos relacionados con dicha sociedad. Aún recuerdo las risas que se echaba tanto el, como su primo Pepe el Federal o el menor de los Perdigones, cuando recogíamos excrementos de los conejos en el corral o de las ovejas en la calle del Curadero y los almacenábamos dentro de la minúscula caseta y yo decía que al pueblo ya no le iban a faltar olivas negras para el invierno. No jugábamos con juguetes, ni teníamos quiosco, pero, éramos felices con cualquier cosa.

 

 

Entre las dos puertas grandes de estos corrales, algunos niños de este barrio del
 Curadero, construíamos nuestra diminuta casita o almacén de aceitunas (cagarrutas) .