Si lo deseas, puedes escuchar música de Youtube

 

RECUERDOS DE MI INFANCIA
SEGUNDA PARTE

 

I

INTRODUCCION

Decía mi amigo, el geano Constancio Aznar el Secretario, ya de niño: -¿Porqué no cuentas tus aventuras?, tienes muchísimas. -. Y es cierto. Me lo ha recordado muchas veces y siempre ha exaltado el almacén de mi cerebro. Nuestro amigo Francisco Ortiz el Gato (q.e.p.d.) me lo propuso también siendo  aún niños (lástima que este no haya podido conocer mi trabajo en la web y las presentes líneas).

Ninguno de nosotros, ni de los otros niños, nos imaginábamos  en aquella época, que mi interés por las cosas del pueblo y mi afición a la Historia posterior derivaría con el tiempo en la creación de un sitio web sobre Gea. Por ello, tras el homenaje que se me tributó por parte de la Asociación Amigos de la Radio de Gea por fundar y mantener www.geadealbarracín.com, que muestra al mundo como es parte de nuestro pueblo y la Sierra de Albarracín y Cella, Enrique Cobos Laborda, presidente de la Asociación y geano de adopción, también me lo propuso, e incluso es bueno para la radio, me dijo.

Tras todo esto y que ahora contaba con un nieto de casi dos años de edad y de una nieta, recién nacida (cuando mis hijos me habían advertido que no iba a tener nietos), consideré que estos cuentos reales vividos en mi infancia, muy originales en otra época, se perderían con el tiempo, si no los dejaba escritos (en casos de duda se observará en la descripción de los hechos). Por ello, en los relatos, voy a intentar ceñirme a la cronología de las situaciones vividas, lo mejor posible, pero, soy consciente de que será más fácil redactarlo si en ocasiones me traslado a otras edades, lugares y personas. Además, que conste, escribo de corazón. Pienso llegar hasta los 14 años, de hay que muchas anécdotas correspondan al Puerto de Sagunto, lugar donde marché a vivir con mi familia, un mes antes de cumplir los 9 años y a la Universidad Laboral de Córdoba, centro donde ingresé a los 14 años, para aprender un oficio.

Por cierto, tras ser escuchados los diferentes capítulos en la emisora de Radio Cultural de Gea, pasados a voz, algunas personas me han comentado datos relacionados, lo cual, añadido a algún recuerdo lejano que viene a mi memoria, me dice que estaré actualizando todo el resto de mi vida. Digamos de paso que fue redactado entre septiembre del año 2012 y febrero del 2013.

Va dedicado a todos aquellos geanos, geano-porteños y simpatizantes que vivieron junto a mi su infancia (década de los 50), esperando que no se molesten y que les sirvan de entretenimiento algunos de los párrafos. Pero, eso sí, recordad que entonces éramos niños y vivíamos muy diferente a los niños de la actualidad.

Quiero que quede constancia de mi agradecimiento al Grupo de Gea de Facebook (al cual pertenezco), por las fotografías que aportaron a la actualización que he realizado este año de 2015. Gracias.

 

CAPITULO IV
 

MIS ABUELAS

 

Tanto mi abuela materna, Carmen, como mis abuelos paterno, Bernardino y materno, Tomás, merecen un capítulo aparte. Ya dije en el primer capítulo que mi otra abuela,Raimunda, había fallecido dos años antes de nacer yo, que era pelirroja, había tenido cinco hijos (Valentín, Germán, Miguel, Consuelo y Julián, por orden de mayor a menor) y de niña había estado en un orfanato en Cretas, pueblo que aún no he visitado y que estoy obligado a ello. Mi padre tendría a veces problemas con su segundo apellido, unas veces Gracia y otras De Gracia. Mi padre hablaba de ella con devoción. Muy trabajadora, la familia se estableció en los caseríos de Las Granjas, en Cella. Me imagino que pasaría por su mente cuando a mi padre, el más pequeño, con menos de dos años, su hermano Germán se lo dejó olvidado en un estercolero, o cuando, con cinco años, cuidaba de las vacas y recibía castigo del hermano mayor, Valentín (17 años mayor que él), porque decía este que no lo hacía bien, dejándole unas orejas grandes de por vida. Este mismo año, 2013, ha fallecido mi tía Consuelo, la única que quedaba de los hermanos. Para mí ha sido como mi segunda madre (q.e.p.d.). En mi familia, nunca hemos tenido ni siquiera una fotografía de mi abuela Raimunda.

 

Mi tía Consuelo la Aguacila de joven. Otra de las personas claves en mi vida

 

Mi abuela Carmen es irrepetible, pese a que sólo conviví con ella, continuamente, muy pocos años, me ha dejado un recuerdo de nostalgia de por vida. Pequeña y muy delgada, nunca conocí a persona tan trabajadora y que pese a su genio y lo revoltoso que yo era, me tratara con tanta dulzura y dedicación. Era muy espabilada y le gustaba aprender cosas, baste decir que la ilusión de su vida fue tener un aparato receptor de radio en su casa. Quizás por ello, cuando comencé a trabajar como electricista y pude comprarme un tocadiscos, pocos años después de que ella falleciera, me dio mucha ilusión, pero, también pena nostálgica y rabia de que mi abuela no lo pudiera disfrutar junto a mí. Con la llegada del primer televisor a nuestra casa en el Puerto, mi madre viviría algo parecido, pues, ello ocurrió en el año 1962 y mi abuela había fallecido en 1960.

 

 

 

Recuerdos de mi juventud. Si mi abuela hubiera vivido cinco años más, su nieto, el travieso,
le habría pagado con música los malos ratos que antes le hizo pasar.

 

En cierta ocasión y cuando yo tenía seis años, le acompañé  hasta la misma sala de espera del autobús (recién terminada, así como el muro de la misma, el otro muro ya existía), con un pozal metálico lleno de patatas. Allí estaba aparcado el camión de un valenciano, el cual cambiaba un kilo de sus naranjas valencianas por dos de patatas geanas. Este, al hablar medio castellano, medio valenciano, hizo que a mí me chocara, pues, era la primera vez en mi vida que escuchaba cuatre, sinc, etc. Volviendo a casa le pregunté a mi abuela que como se entendía, contestándome: – Tu abuela sabe mucho más de lo que tu te imaginas -. Lo que no me imaginaba entonces era que mi vida futura transcurriría en la provincia de Valencia, a partir de cuatro años después.

 

 

Junto a mi madre, mi abuela y mi tía Victoriana (hermana de mi abuelo Tomás), en el corral de mis abuelos
(al fondo la treñada con la leña para el hogar). Hasta los nueve años no conseguiría retener la orina.

 

Mi abuela nunca tuvo una radio, pero, algo palió esto, gracias a las obras de teatro que representaban en casa de la tía Gregoria, de vez en cuando, y que tanto gustaban en el pueblo. Yo también asistí a alguna y recuerdo a Josefa de participante, La sala de espectadores me parecía muy grande. Hoy día esta dividida en dos, las cuales pude ver hace dos años, en que me las enseñó la propia Josefa. Me pregunto, que diría ahora mi abuela, si ella viviera, con la que se monta en Gea en la representación de la Expulsión de los Moriscos, gracias a la Asociación Cultural El Solanar.
 

 

 

 

Documento Nacional de Identidad de principios del siglo XX, correspondiente a mi tío Juan el Alguacil
(que yo no conocí), hermano de mi abuela Carmen y abuelo de mis primos Los Niños y Los Alguaciles.

 

Mi abuela había tenido tres hermanos. Nicolás, que viviría en Madrid muchos años y allí tendría tres hijos. La hija de este, Paquita, siempre estaría en boca de mi madre, distinguiéndola por su gran presencia y porque residía en Madrid. Nos veríamos en contadas ocasiones, en las fiestas. Otro hermano de mi abuela, Juan, falleció antes de nacer yo y mi tía Eugenia, su hermana,  vivía en Villarquemado, por lo cual también existía poco contacto. En otros capítulos los menciono. Por ello, del que guardo más recuerdos en mi niñez es de su hermano León (Lión en palabra geana de mis abuelos), sobretodo en la era durante los trabajos de la trilla, donde me reñía constantemente y más viendo que mi abuelo me consentía tanto, así, que yo procuraba huir de su presencia. Mi tío León aún no era abuelo en esos momentos y había comprado el caballo a mi padre, al marchar este al Puerto de Sagunto. En cambio recuerdo que mi tía Pilar, su esposa, y su hija Isabel, siempre me demostraron su cariño, además de acudir ambas todos los años al matacerdo en casa de mis abuelos. Mi tía Isabel, también amiga de mi madre, les daría tres nietos y el otro hijo, Alfredo, dos nietas. Guardo un gran recuerdo de ellos. A mi tía Pilar y a mi abuela parece que aún las estoy viendo subir juntas la cuesta hacia la era con las cestas de la comida.
 

 

 

Mi tío León y mi tía Pilar en la puerta de su casa, hoy día de Sergio el Albardero.
¡Que mujer más buena!.

 

A partir de los cinco años, cuando no tenía colegio, estaba más en casa de mi abuela que en la mía, sea porque mi madre también estaba mucho tiempo allí o porque me mimaba. Recuerdo de estos años mis siestas en la alcoba y como me preparaba las meriendas caseras: cuajadas con azúcar, queso, carne-membrillo, encañadas y pastas, jamón, tortillas, conserva del cerdo y sobretodo, cuando paría una cabra yo ya estaba esperando los calostros, una delicia. Por otra parte, cuando cometía abusos de comida, sobretodo con las ciruelas claudias verdes y me dolía el vientre, me preparaba un brebaje que incluía nueces verdes, el cual me solucionaba el problema. En la época de la siega, si los segadores estaban cerca del pueblo (normalmente el grupo lo formaban mi tía Ascensión la Sorda, que segaba tanto como cualquier hombre (según mi padre), mi padre, mi abuelo, mi tío Juan y mi madre), mi abuela, nos traía la comida en cestas de mimbre pequeñas. Recuerdo que me reñía por ponerme también a segar, pues, quizás no hiciera más que estorbar y entretenerles. ¡Ah! y tenía mi zoqueta infantil, de madera, para proteger los dedos de la mano.

 

 

Los cincuentones nos informaran de la gran actividad que aún mantenía este lavadero, ahora restaurado.
En el abrevó el caballo de mi padre y el mío de cartón.

Pero, para cestas la que portaba mi abuela cuando iba al río a fregar, o al lavadero con la ropa sucia. No quiero imaginarme como volvería con la ropa mojada y menos, las mujeres que vivían más arriba de la carretera. Ahora bien, la era de mis abuelos estaba situada entre una de las más altas del pueblo y hasta allí subía con la comida cuando trillábamos. No había agua en las casas, salvo en unas pocas de la parte baja del pueblo (la Ciquela) y por ello llenábamos las tinajas a base de viajes a la fuente del lavadero o a la acequia, junto al molino y posteriormente, cuando se colocaron fuentes en el pueblo, nosotros íbamos a la esquina más próxima a la puerta del edificio de la iglesia. En mis primeros dos meses de vacaciones que pasé con mis abuelos, viviendo ya en el Puerto de Sagunto, comencé por mi cuenta a llenarle de agua las tinajas de la casa y mi abuela no cabía en sí de contenta. Le llevaba la cesta de la ropa o del fregue y la acompañaba a la huerta trayendo también alfalfe y verduras. En el horno municipal, a donde por cierto le había llevado la cesta con la masa para hacer pastas, dejó constancia de ello ante todas las mujeres, diciéndoles, delante de mí – ¡No sabéis lo que ha cambiado mi nieto!, no se que le han hecho en ese otro pueblo, pero vosotras lo estáis viendo. Dice que es porque ha tomado la primera comunión -. Pobre de mi abuela, aquello sólo duró la primera semana. Tras ella, le manifesté que ya cesaba mi ayuda, pues, ya se habían aprovechado bastante de mí.

 

Otro recuerdo que siempre he considerado especial, sucedía cuando mi abuela me mandaba ir a comprar a la carnicería de Carmen la Federala y Leoncio el Niño (q.e.p.d., el matrimonio ha fallecido este año de 2014), vecinos suyos, en la calle Alta. Mi abuela me daba el listón de madera o tarja y sobre ella y otra similar en poder de la carnicera se marcaban señales para un futuro pago o intercambio de productos. Para mí era como si fabricásemos billetes. Aquello si que era una verdadera varita mágica.

 

Por cierto, años después sabría cómo mis abuelos habían llegado al matrimonio. Me lo contó mi madre. Estando mis bisabuelas en el horno haciendo pan, Isidora,la madre de mi abuela, inesperadamente, le dijo a su futura consuegra - ¿Qué te parece mi Carmencica para tu Tomás? - . Contestando mi otra bisabuela, Miguela, –Bien, es muy pita y muy trabajadora -. Y al llegar a casa, esta le dijo a mi abuelo donde se tenía que ver con la joven Carmen. Yo tuve constancia de lo felices que fueron mientras vivieron juntos, con sus problemas, y aprendí sin ninguna duda, de que en una pareja, el roce y la bondad de cada uno para con el otro hace que perdure el cariño.
 

 

 

Si pudiera mantener correspondencia con mis abuelos, posiblemente, sólo les dijera
 que son doble tatarabuelos y que ellos fueron mi ejemplo. Y les enviaría la siguiente foto.
¡Ah! y a mi abuelo le diría que el lugar es El Algarbe (julio de 2013). El me lo enseñó por primera vez.


 

La siguiente foto corresponde a julio del 2014

 

 

 

En otra ocasión y durante ese verano, estando entreteniéndome por el corral con los animales llegó mi abuela con el cestón de la vajilla y nada más entrar en el mismo se lanzó el gallo sobre ella con la intención de picarle. Ello hizo que yo cogiera un palo delgado y corto de la treñada (alto, donde se guardaba la leña para el servicio del hogar) y salir detrás del ave. Mi abuela me gritaba: - ¡Deja de correr detrás del gallo, que lo vas a matar! - . ¡Tranquila abuela, que solo le voy a dar un escarmiento a este chulo! – le contesté. Mi abuela siguió insistiendo en que lo dejara, pero, yo seguí hasta acorralarle detrás de una conejera, observando que este ya no corría y respiraba muy rápido, así que con la varita le di un toque en la cabeza, como si lo fuera a armar caballero (de verdad, suavemente) y cayo fulminado al suelo. Quizás el animal quiso morir allí, porque fuera su lugar más visitado, ya que era nuestra zona de evacuación (muy pocas casas del pueblo tenían entonces retrete). Cuando salí de detrás de la conejera y le dije a mi abuela que el gallo se había desmayado, esta comenzó a gritar -¡Lo habrás matao, lo habrás matao ..., .! y pasó a ver al gallo que estaba muerto. -¡Con lo contenta que estaba yo con este gallo y me lo has matao!. Mientras estuve con mi abuela, durante mis vacaciones, ni este ni ningún otro verano, amenazó mandarme con mis padres.

 

A la gata le ponía de comer mi abuela, pues yo nunca me llevé bien con ella. Dándose el caso de que en cierta ocasión, la intenté retirar de cerca de la plancha de hierro del fuego para poder acercarme más a el y me mordió en una mano. Mi abuela me solicitaba a veces ir al corral a echarles las sobras de la comida a los animales. Así que un día, llevando un plato el cual tenía mucho adorno, por hacer una de mis pruebas graciosas, lo lancé sobre la paja del corral y me llevé una sorpresa cuando se hizo pedazos. Tras ver que entre la paja asomaba el pico de una piedra había que inventar algo que cuadrara a mi abuela, por ello le dije lo siguiente: -Abuela, al tirar la comida en el Culadero (la mitad de la calle era barranco) se me ha escapado el plato. - ¡Pero, si yo te he mandado al corral! - Me interrumpió mi abuela. A lo cual le hice saber que – por si había pequeños huesos, tuve miedo de que se atragantara alguna gallina -. Contestándome mi abuela que el plato sólo llevaba resto de verduras. Lógicamente había tenido que replegar los restos de la vajilla y tirarlos en la calle-barranco, frente a la paridera existente allí entonces. También recuerdo que cuando arrojaba en el corral las sobras de la comida a las gallinas solía proteger a las que consideraba más débiles (como las del cuello pelado) y asustar a las más fuertes y al gallo para que las dejaran comer. Por cierto, mi abuela nunca me dejó coger los huevos puestos por las gallinas. ¿Porqué sería?......

 

 

Fuente típica de la década de los 50, restaurada y colocada en la parada del autobús.
En el año 1958 se colocaron varias iguales repartidas por todo el pueblo.

-------------------Curioso, siempre escuché a muchas personas del pueblo al nombrar, a la calle correspondiente al corral de mis abuelos, como calle Culadero. Hace unos pocos años podíamos leer en el nuevo rótulo de dicha calle su nombre real: Calle Curadero. Según algunas personas mayores, allí se curaba antiguamente el cáñamo y las pieles, de ello deriva su verdadero nombre. Me imagino ya a los musulmanes, siglos atrás, observando desde las almenas de la muralla la bajada de las aguas, pues, la calle siempre ha sido también barranco.

 

El corral era un lugar de mucho juego para los niños. Recuerdo que dos casas más arriba de la de mi abuela vivía mi tía Miguela (siempre le encontré un gran parecido con mi abuela), casada con el tío Antonio el Niño y tenían tres hijos, mis primos Antonio, Virgilia y Carmen. Bueno, pues mi abuela me dejaba ir a jugar a casa de mis dos primas. Jugábamos al escondite, a coger animales y sobretodo a Virgilia, con 8 años, le gustaba hacer de madre. Así que Carmen, que tendría entonces unos 4 años y yo, con 6 años hacíamos de hermanos. Recuerdo que hasta nos reñía, como si fuera verdad. Con Antonio no jugábamos, quizás por ser algo mayor que nosotros.

 

En la casa de mis abuelos todo lo que había lo consideraba mío, sin preguntar (cosa típica de los mimados). Así, que en cierta ocasión y cuando tenía 8 o 9 años, estaba sobre la mesa de la cocina un bote con pequeñas plaquitas de sosa cáustica (nunca las había visto), con las cuales mi abuela quería fabricar jabón casero. Me eché un puñado a la boca y nada más entrar en esta supe que había que dudar de todo en este mundo. Lo contrario que el porrón con vino clarete de cosecha propia (muy flojo según mi abuelo), que siempre estaba sobre la mesa y todos bebíamos en las comidas. Bueno, mi madre y yo chupábamos (entonces existían muchísimas viñas en el pueblo). Ya que hablo del vino, recuerdo un día de aquellos en que mi abuela trajo un botellín de cerveza que le habían regalado y estábamos los dos solos en su casa. Ella lo probó y dijo: – ¡Esto sabe a meaos de burro, tu no puedes beber!-, y tiró el botellín. Yo ya había visto que quedaba cerveza en dicho botellín, por lo que esperé a tener la oportunidad de probarla, pues, había escuchado hablar sobre dicha bebida. Cuando ello sucedió pensé que mi abuela se había quedado corta en su opinión.

 


 

Foto de la vivienda de Don Samuel, la cual acogió el primer televisor llegado al pueblo. Cuando dicho médico

llegó al pueblo por primera vez se alojaría en la casa actual de Tomás Licer (siguiente a la Casa Grande).

 

Mi abuela tendría un final de vida que no se merecía. Al final de la década de los 50 para contrarrestar el cáncer existían pocos avances y aunque su hijo Victorino consiguió que la atendieran en Madrid, por médicos pioneros, nada se pudo hacer. Fallecía el 4 de septiembre de 1960, sin ver mi marcha a los pocos días a la Universidad Laboral de Córdoba, tras conseguir una beca para aprender un oficio. Años después, mi tío Victorino me dijo que su madre había fallecido el día 3, pero le hice saber que no. El día de su fallecimiento, me pidieron que bajara a casa del médico, Don Samuel Sánchez, a comunicárselo, y en casa de este acababa de llegar el primer televisor al pueblo, estando televisando en aquel mismo momento el partido de vuelta de la Copa Intercontinental entre el Real Madrid y el Peñarol de Montevideo. Por tanto, el acta de defunción y la fecha de la lápida están equivocados. Eso que importa ya. Nadie puede asegurar que sería de ella, pero lo que si estoy seguro es que por fin descansó al igual que los dos primeros hijos que tuvo, cuando estos tenían 2 y 4 años (en aquella época, uno de cada cinco niños fallecía a causa de enfermedades). En el momento de su muerte tenía 69 años y llevaba ya muchos pareciendo una persona más mayor. Muchos detalles de mi vida me conducen a su recuerdo.

 

 

 

Si te queda un hijo conviviendo contigo y es bueno, cuando los otros ya se han emancipado,
no envidies a los que les toca la Lotería, mientras que permanezca esta situación.

 

Con su muerte, mi abuela no sufriría los días que pasamos la familia dos años después, con la muerte de su hijo Juan en Madrid, donde residía y trabajaba. Sin duda la mayor desgracia vivida por mí hasta entonces. Jamás podré olvidar el impacto que causó en mi madre. Estando sentados ambos en el comedor, llamaron a la puerta de nuestra vivienda en el Puerto de Sagunto y por el ventano que estaba abierto, el cartero nos dijo que era un telegrama. Aquello era muy raro, pues, posiblemente fuera el primero que recibíamos estando ya allí. Se lo di a mi madre y ella, toda nerviosa, lo abrió. Tras leerlo rápido comenzó a gritar: -¡No puede ser..No puede ser .. ..!- sin dejar de repetirlo, mientras llorando agachaba y levantaba la cabeza sin parar, sentada sobre la silla. Entonces cogí yo el telegrama y os podéis imaginar…… Estoy ahora llorando y no veo bien las teclas de mi ordenador. Según el geano Benedicto Benedicto, amigo íntimo y vecino de mi tío, en Madrid, me dijo en el verano del 2013 durante una charla mantenida en Gea: -Había estado tranquilamente con el aquel domingo por la mañana y por la tarde me llegó la noticia de su muerte-.
 

 

CAPITULO V
 

MIS ABUELOS

 

Decía que con mi abuela Carmen había convivido pocos años, pues, con mi abuelo Bernardino, el padre de mi padre, imaginarse, falleció cuando yo tenía 7 años. Por cierto, observar porque debo ser geano puro: mi abuelo Bernardino llevaba mis apellidos Alamán y Artigot, y los de mi abuelo Tomás eran Artigot y Alamán, ambos geanos, contándome este último que antepasados de ellos si que eran familia, pero que ellos, tras el paso de muchas generaciones, ya no se consideraron tal cosa, sintiéndose bien en consuegrería.

 

Comenzaré por contar los recuerdos que me llegan de mi abuelo Bernardino, que no son muchos. Como ya dije en otro capítulo anterior, de bien pequeño, a veces, dormía con él en el granero de nuestra vivienda en la calle de San Bernardo, pero lo que más recuerdo es que cada domingo me daba una peseta. Con ella ya me compraba cacahuetes en el Soguero. Su mayor afición era jugar a las cartas en casa de su amigo el tío Colacero, con  este y con otros amigos. Si en casa yo lo veía como persona seria, allí, con los amigos, resultaba divertido pues era muy chistoso, según algunos que lo conocieron. Lástima que se muriera tan pronto, me imagino que con el tiempo me habría contado los chistes que dicen que sabía. A mí, no llego a contarme ni uno, quizás porque era muy niño. Me contaron que en cierta ocasión fue a la peluquería por la tarde y siendo el último y estando esta a rebosar de personal, pidió el favor de que le dejaran pasar, pues, tenía la mujer mala. Cuando el peluquero finalizó con el, se quedo contando chistes, hasta que le advirtieron que tenía la mujer mala, contestando - ¿Acaso, alguno la tenéis buena?. ¡No hay mujer buena! -.

 


 

La peseta. Que importante en mi baja y alta infancia. Además, Don Quijote me recuerda a
mi abuelo Bernardino (pero, sin barba).

 

 


 

La gaseosa. ¡Que invento!. La droga de mi infancia.

 

Al enterarme de ello, pensé cuan distinto era mi padre, siempre preocupado por las cosas de la vida, aunque en algunas ocasiones mostrara humor, o le gustara Gila, pero, no era chistoso. Y eso creía yo, hasta el año pasado, en el cual me dijo Concha la del Juez que era muy gracioso, contándome que una vez, llegó tarde a la reunión de la Sociedad de las Cabras y dijo: - Vengo más preoupao …, he metido el puchero vacío en la tinaja del vino y he escuchado ¡tac, tac! -. Quizás esa frase fuera original de mi abuelo Bernardino.

 

Actualizo. Amalia y su esposo Lázaro  y Benedicto Benedicto me han contado este verano (año 2013) algunas otras anécdotas de mi abuelo Bernardino. El matrimonio me contó la historia de la apuesta del vaso de vino. Me resultó curiosa porque nadie me había dicho, hasta la fecha, que un grupo de geanos partían hacia Burriana a trabajar en la recolección de la naranja, por aquellos años. Mi abuelo se jugó, antes de partir, un vaso de vino con otro geano de dicho grupo, alegando que no era capaz de mantenerse con un solo pie y los ojos cerrados mientras el contaba hasta tres. Mi abuelo contó hasta dos y como no contaba tres, el otro apostante le dijo: -¿Cuándo vas a decir tres, Bernardino?-, a lo cual, mi abuelo respondió: -¡Cuando volvamos de Burriana!.

 

El abuelo de Concha y Pilar, las Peyloronas y mi abuelo vivirían juntos una historia muy curiosa, según me contó también Benedicto Benedicto. El tío Peyrolón tenia un criado, mi abuelo Bernardino. Le pidió a este último que le acompañase en el acto de presentación ante su futuro suegro. Anteriormente, mi abuelo había sido advertido de que debía resaltar los poderes del tío Peyrolón cuando este los nombrase. Así pues, cuando se inicio la conversación y este dijo, por ejemplo: -¡Tengo 40 fanegas en la Olla el Moro!...-, mi abuelo inmediatamente, añadía: -¡Mas, muchas mas, cien!-, continuando el tío Peyrolón: -¡Y quinientas ovejas!-, volviendo a intervenir mi abuelo Bernardino: -¡Mas, muchas mas, mil!. -. -aunque soy un poco tímido y corto- continuó el tío Peyrolón, respondiendo mi abuelo: -¿Corto?, es ¡cortísimo!- . Ante esto, el aludido intervino: -Oye Bernardino, a ver si se van a creer que soy un poco tonto-, interviniendo de nuevo mi abuelo: -¿Un poco tonto?, eres el más tonto que he conocido, eres tontísimo, eres el más tonto del pueblo, eres ........-, por lo cual retiraron a mi abuelo de tal menester y fue sustituido por otro.

 

En otra ocasión y según Benedicto, contaba mi abuelo, que viniendo de Cella a Gea y por los atajos, descubrió que los pastores cellanos metían sus ganados en los trigales de los geanos, por lo cual, les llamó la atención y como estos le plantaron cara, les tiró unas piedras y los hizo correr.  Llegados a este punto, le preguntaron a mi abuelo: -¿Y les tiraste piedras y los hiciste correr, Bernardino?-, respondiendo mi abuelo: -Hombre, claro, detrás de mí, pero yo corría más que ellos-.

 

Con mi abuelo Tomás he tenido pasión por él y el por mí, mientras vivió. Cuando os cuente mis anécdotas con él lo comprenderéis. Lo considero como la persona más buena que he conocido hasta la fecha. Su paciencia no tenía límites. En cierta ocasión y cuando ya vivía con nosotros en el Puerto de Sagunto, mi madre le puso sal en lugar de azúcar en la leche del desayuno y cuando esta se dio cuenta y se lo dijo, le contestó – No te preocupes, ¡buena estaba! –. Además, sabía muchos refranes. Seguramente los aprendió siendo hortelano de las monjas del Convento de las Clarisas, trabajo que heredó de su padre. Por ejemplo: - Para que sobre pan, que haya poco -. Cuantas veces nos ha pasado en casa y recordamos el refrán.

 

 



Mi abuelo Tomás y sus hermanos: Manuela, María Cruz y Simón. Los cuatro nacidos durante el
reinado de Alfonso XII y la regencia de María Cristina de Habsburgo. Anteriormente habían fallecido
dos hermanas más mayores, Victoriana y Pilar, pero, de niños, ya habían perdido a siete hermanos.

 

Hablando de las monjas Clarisas, mi abuelo Tomás, cuando volví del Puerto me llevó para saludarlas, pues siempre me provocaban a través del torno. Mi abuelo me había llevado anteriormente algunas veces y mi tía Ascensión la Sorda también. A mi tía Ascensión la acompañe en algunas ocasiones a recoger comida para ella y para su madre, mi tía Victoriana y luego comía con ellas. Las lentejas tenían un gusto muy raro y no supe el porqué hasta hace unos cuantos años, cuando comentando esto, mi primo Luis el Madrileño, biznieto de mi tía Victoriana, me dijo que las monjas no ponían sal a las comidas. De niño pensaba que guisaban muy mal. Además, me ponía contento cuando decían, sobretodo a mi abuelo: -¡rezaremos por vosotros!. El fraile dominico que me impartía la asignatura de Religión, en la Universidad Laboral de Córdoba, me introduciría en algunas dudas, tras preguntarle los alumnos en clase el porque Dios, si tan poderoso es, no interviene en los desastres de nuestro mundo. -Su poder es infinito, pero las cosas de nuestra vida las deja a su libre albedrío-, me contestaría el religioso. Ello me ha llevado desde joven a preguntarme el para que rezamos o rogamos al Señor, si no vamos a ser atendidos, según se deduce.

 


 

Algunos años después, las monjas retirarían el famoso torno y atenderían a través de esta ventana.

 

Una de las trastadas más fuertes que tuvo que aguantar mi abuelo de mí, sería la del rusá y que paso a relataros. Cuando tenía 9 años me unía a mis amigos para corretear por todo el término del pueblo. Cierto día, pasaron estos por la puerta del corral y llevaban cada uno un aro de chapa (de los salazones) con su correspondiente gancho de alambre para guiarlo. Vaya, yo no tenía, pero, recordé que en la pared de piedra del interior del corral, estaba colgada la rueda del rusá (arado especial), con su palanca de transmisión al eje de la rueda adjunto y todo ello de pletina gruesa de acero. No tarde en descolgarla y llevármela, llegando incluso a dejársela a ellos. Rodando los aros por las calles fuimos a parar a la Plaza del Ayuntamiento. La casualidad, en dicha plaza y junto al porche que queda actualmente estaba un chatarrero que compraba e intercambiaba cosas a cambio de chatarra. Nos paramos a ver el puesto. De pronto, se me ocurrió preguntarle al chatarrero si me daba una pastilla de chocolate de las que tenía sobre una mesa, a cambio de la rueda. No respetó que era un chiquillo, sino que pasó a dármela y la cogí. Con él se quedó la rueda y a continuación los amigos nos comimos el caro chocolate.




 Un arado Rusá de aquellos tiempos. Observar la rueda, equivale a una pastilla de chocolate.

 

Al día siguiente, mi tío Juan, se dio cuenta de la falta de la rueda y le preguntó a su padre por ella. Llegaron a la conclusión de que no podía ser un robo, cosa que nunca escuché por parte de ellos (aunque la puerta del corral estaba siempre abierta), sino cosa mía, así, que me hicieron cantar la verdad. La suerte estuvo en que mi tío Victorino el Alguacil, cuando echó el bando habló con el chatarrero y le explicó que su ruta era Gea -  Cella – Villarquemado - .... Lo cierto es que mi tío Juan volvió con la rueda. Lo que tuvo que ofrecer nunca me lo dijeron, pues, el enfado debió ser de por vida.

 

Recuerdo que mi abuelo y mi tío constituían una pareja muy compenetrada en las labores agrícolas y con un gran respeto de mi tío hacia su padre. Pero, cierto día de aquellos años yo viviría una situación entre ambos muy desagradable, viendo, como mi tío agachaba la cabeza ante su padre. Habiendo sido yo novio y mis hijos, hoy día lo comprendo. Entonces pensaba que mi abuelo, que nunca se quejaba, tenía razón. Lo ocurrido consistía en que mi tío, quizás por demostrar a su futuro suegro, su interés en vincularse a la familia de este, había estado todo el día ayudándole a sacar las patatas y mi abuelo había estado, el solo, sacando parte de las suyas. Como ya dije en otra ocasión, mi  tío y su novia Isabel la Curadera, con el tiempo, dejarían la relación. No comprendía como podía ocurrir el que mi tío dejara a su novia (sin pensar entonces que podía ser al contrario). Aquello no estaba bien, me decía a mi mismo. Recuerdo que mi tío era también muy trabajador y este verano del 2013, Antonio, el entonces vecino de enfrente de la casa de Isabel la Culadera (a la cual siempre llame tía), me contó que había ido con mi tío hasta los límites de Cuenca, andando, también a segar, por aquella época. Esto último lo desconocía.

 

Durante el verano venía a casa de mi tía Victoriana (que vivía con su hija Ascensión), la otra hija, Vitorina, a veces acompañada de casi todos sus hijos, que eran ocho e incluso con algún nieto y novio o esposo de sus hijas. Mi tía Vitorina era viuda y vivían en Madrid, en Vallecas. Aunque les llamábamos por su nombre les denominábamos los Madrileños. Siempre han querido a Gea como el que más. Mi primo Antonio, el más joven, es con quien más me relacionaba. Me lleva muy pocos años y juntos vivimos alguna aventura. Como cuando yo tenía unos 11 años, que solíamos acompañar a mi abuelo a sus huertos. Cierto día fuimos los tres a la partida del Hondo Górriz, al último hortal que regaba la acequia madre (después ya viene una cascada que devuelve el agua sobrante de nuevo al Guadalaviar). Mi abuela nos había preparado un pan redondo casero con tortilla de patatas y fritura del cerdo (de la tinaja) y como mi abuelo se enredaba regando y nosotros teníamos hambre, éste nos dijo que fuéramos comiendo. Y si que comimos pero le dejamos sin apenas vino en la bota. Aquella vez mi abuelo se enfadó y nos impuso castigo: ir al pueblo (que está a una hora caminando) y volver con la bota llena. Mi pobre abuelo debió comer aquel día casi a las 5 de la tarde. Los Madrileños siempre han tenido pasión por mi abuelo y por los mulos, dónde solían subirse y sobretodo, como ya dije, por el pueblo, dando muestras de ello.

 

 

Los hermanos Artigot de la calle Alta. ¿Me estará sujetando mi abuelo Tomçás?. De mi primo Antonio
 el Madrileño ya no se preocupa la tía Victoriana, su abuela. Detrás, mi abuela Carmen y mi tía Ascensión.

 

Cuando ya tenía los 8 años y había corrido algo de mundo (Cella y Teruel), recuerdo que mi abuelo me llevaba con él a algún pueblo cercano, cuando iba a llevar fruta a sus familiares. El primer viaje fue a Saldón, a llevar dos canastos de fruta con el burro a casa de su primo Juan José (quizás no lo era ,pero, se trataban como tal). Atravesamos el monte para llegar a dicho pueblo, yendo yo sentado encima del equino. Hicimos noche y todos nos trataron de maravilla. Además, eran las fiestas patronales y el salón de baile era de ellos. En otra ocasión fuimos a Villarquemado, donde vivía la tía Eugenia, hermana de mi abuela, con su marido Juan y sus hijos Serafín y Benita (esta última moriría muy joven y este año, 2013, ha fallecido mi tío). En esta ocasión venía también mi madre y esta y yo nos quedamos una semana. Me pasaba las horas cortando leña fina con un hacha, en el corral de mis tíos y al final de su calle existía un molino de viento, cosa que me maravillaba. Fue la primera vez en mi vida que en la matanza vi colgar el cerdo sacrificado y quemar la piel con aliagas en el corral. Y sin embargo, no capte que las calles estaban numeradas, como en Nueva York.

 

Pero, quizás, el escenario más extenso de aquellos veranos corresponda a la era y su entorno. Allí me sucedieron casos de todo tipo, antes de irme al Puerto de Sagunto y después, hasta los 14 años. La era pertenecía a tres familias: el tío León (hermano de mi abuela), mi tío Victorino el Alguacil (hijo de Juan, hermano de mi abuela, al cual yo no conocí) y a mis abuelos. Los dos primeros tenían un pajar compartido y mi abuelo otro adosado al anterior y la era estaba situada junto al camino de la Cruz del Alto, siendo la de mayor altitud en dicha montaña. De los recuerdos más antiguos que tengo es haberme caído una vez delante del trillo y no pasarme nada. El trillo de mi abuelo, a diferencia de los otros, que solían ser pesados, era muy ligero y sólo de piedras. En otra ocasión los mulos se salieron de la parva y acto seguido emprendieron el camino de descenso hacia su cuadra. Menos mal que el tío Sebastián, dueño de la era de más abajo y que también estaba trillando salió a pararlos y a socorrerme. Mi susto debió ser tremendo. Debí dormirme sentado sobre la silla que teníamos en el trillo.

 

El suceso que voy a contar lo recordó mi tío Victorino el Alguacil toda su vida, no sólo a mí, sino también a todos sus familiares. Solía decirme: - ¿Te acuerdas cuando te fuiste a correr mundo? -. Eran mis primera vacaciones en Gea, viviendo ya en el Puerto de Sagunto, por tanto, tenía 9 años. Aquél año ayudaba a trillar a mi abuelo su primo y amigo Félix el Rubí y decidieron (mala decisión), que su trillo lo condujera yo. Este no tenía nada que ver con el de mi abuelo, parecía una maquina de guerra romana, con cuchillas de todo tipo, discos giratorios, total que el tío Félix se lo estimaba como un tesoro. El caso es que se salió un poco de la parva y el dueño escuchó el ruido al contacto con las piedras de la era. Se enfadó conmigo y me hizo bajar del trillo. Me pregunto ahora que habría sucedido si la anécdota del párrafo anterior llega a ocurrir con su trillo.
 

 

 

La era, que recuerdos .... y que vista de Gea. Quien me iba a decir a mi, que en el futuro iba a fotografiar
el pueblo tantas veces.
¡Ah!, el personaje sobre el trillo es mi abuelo Tomás. ¿Dónde andaría yo?.

 

 

Aquello no me enfadó mucho, pero, el que mi abuelo se pusiera a chillarme y de parte de su amigo, cosa que no estaba acostumbrado, me llevó al enfado y volví a las andadas. Salí de la era al camino de la Cruz del Alto y comencé a ascender por este, cuesta arriba. - ¿A dónde vas? – Me preguntó mi abuelo y de malas formas le respondí: - ¡A correr mundo! -. Y continué ascendiendo más de media hora sin parar, hasta que escuche detrás de mí: - ¡Muchacho vuelve! -. Era mi abuelo, que había tenido que salir en mi búsqueda. Comenzamos a descender, pero, previamente me había pasado al otro lado del Barranco del Curadero, mientras mi abuelo lo hacía por el camino. Cuando ya estábamos ambos a la altura de la era de nuevo, seguramente, pienso ahora, a mi abuelo, como humano que era y por lo que le dijeran sus familiares sobre su permisividad, le debió de entrar medio ataque por mi comportamiento y por lo que estaba acarreando a todos y explotó: -¡ Mañana te mando con tu padre al Puerto ¡ - y me di la vuelta de nuevo comenzando a ascender. Mi abuelo me pidió perdón por lo dicho y que no tomaría represalias. Volví a la era y lo cumplió. Me imagino lo que mi abuelo escucharía de sus familiares. Por cierto, jamás escuche decir a mi tío Victorino el Alguacil que mi comportamiento era un mal ejemplo para su hijo Victorino, más pequeño que yo.

 

 

 

¡Qué peras de agua y que sombra dan aún los dos perales hermanos en el camino de La Vega!.

 En otra ocasión acompañé al abuelo a coger las peras de Don Guindo a su parcela en La Vega (hoy día propiedad de Miguel Sánchez Artigot), pues, ya estaban hasta picadas por las avispas. Me dejaba que subiera a los árboles y mientras cogía también comía. El no paraba de decirme: - ¡Ya vale! -., pero yo a la mía. Me comí tantas que anduve malo y mi abuela me tuvo que quitar el dolor de tripa y al abuelo bronca. Recuerdo que también habían melocotones, manzanas, ciruelas claudias, muy buenas y dos perales de agua (estos aún están en La Vega, en el camino, y es casi prácticamente lo que queda de frutales en dicho camino). La llegada del tractor en 1957 terminaría por hacer desaparecer prácticamente todos los frutales del interior de los hortales del témino de Gea. También recuerdo que la primera parcela existente junto al camino que conduce a la Casa Rural del Azud y al mismo Azud, desde la carretera, pertenecía a mi abuelo y cuando trabajaban en aquel campo y estaba yo, solía coger azarollas del árbol que había junto a la acequia. Quizás no hubiera otro en todo el término de Gea. También les acompañaba durante la campaña vitivinícola y hasta llegué a pisar uva (como juego) en el lagar de su amigo Felipe el Piñones en la calle del Cubo. Por aquellos años, el tío Félix el Rubí, también construiría en su casa (tres más abajo de casa de mis abuelos) otro lagar en la calle Curadero. Los Piñones también inaugurarían por aquella época otro lagar, con prensa incluida.

 

Por cierto, recuerdo que entre el hortal de La Vega propiedad de mi abuelo y el lavadero nuevo, por el centro, existía un manantial que me resultaba difícil de encontrar. Por ello, en cierta ocasión, el tío Samuel el de la tía Marina, me condujo al lugar. El gran número de agricultores que trabajaban en esta zona hacia que muchos de ellos estuvieran en vista directa y ello me permitía, al realizar mis correrías, distinguir gente de buen genio, como mi abuelo y gente de mal genio, como mi padre. Como comento en otro párrafo, la partida del Hondo Górriz siempre fue mi lugar hortofructícola preferido.
 

 

 

Con la llegada del tractor sólo quedaron frutales en los ribazos (vista de Los Cerraos).

 

No puedo pasar por alto las numerosas ocasiones que acompañaría a mi abuelo al Hondo Górriz. Este, atendía allí a tres parcelas de regadío (una propiedad de su hermana Manuela) y dos de secano más arriba de la acequia madre (estas de cereal). Le ayudaba a coger la fruta o me iba al río, en cuya orilla existía un manantial con un bote metálico oxidado para beber. Cuando me pedía ayuda para vigilar la llegada del agua de riego al final de la parcela, me consideraba un niño importante. Lo peor era que todos los vecinos, ante mis gritos tras mi descuido, se enteraban de que al tío Tomás le había rebosado el agua. Mi abuelo me reprochaba el que gritara y no estuviera pendiente de avisar antes de la llegada del agua al final del hortal.

 

Pero lo que más me distraía era visitar a los del pueblo, que trabajaban por allí y contarles cosas nuestras del Puerto. Recuerdo al tío Casiano, al tío León, quinto de mi padre (de quienes existe una foto del año en que fueran nombrados, junto a otros jóvenes del pueblo), al tío Gachero, al tío Daniel el Gato (me salió un lagarto o ardacho de color verde por el camino), etc. Me pregunto ahora, porque, llevándose bien no se unían todos bajo la sombra de un árbol para almorzar o comer. Posiblemente, la forma de trabajo y la necesidad no se lo permitiesen. Hoy día, un sólo tractor haría la labor de aquellos hombres.

 

Por cierto, en una visita que hice allí a una persona, cuyo nombre no recuerdo, pero, se que vivía en la casa siguiente al horno actual, frente a la casa rural de Pedro Latorre, me dijo que en el año 1941 había estado en el Puerto de Sagunto a trabajar en la siderúrgica y como no le convenció regresó de nuevo al pueblo. Lo admiraba. Había sido capaz de abandonar el Puerto, donde mi padre traía dinero a casa cada semana, por volver de nuevo a Gea. Por ello, admiro también a las personas que con estudios y viviendo en ciudades grandes optaron por volver a Gea, y no de veraneantes, como en casa de Lázaro Alamán o el caso de Marta Ubeda, la hija de Adelina, que incluso se casó con un hijo de Andrés el Royo. Otro caso más antiguo y digno de recordar sería el de Agustín Sánchez (q.e.p.d.), un vaquero que vino de pastor con los toros a las fiestas patronales, cuando yo era niño y se quedaría en Gea, casándose con la geana Tomasa, con la cual tendría dos hijos geanos y del cual ya hablaré de nuevo en el capítulo de nuestras fiestas, etc. etc.

 

 

Por cierto, mi abuelo, ya muy mayor, por petición de mi tío Antonio de Valladolid, hijo de su hermana Manuela, acudiría
a la boda de su sobrino en segundas nupcias. El agachado de nuestra izquierda, Juan Antonio y el de nuestra derecha, Jesús,

son mis primos, mencionados en algunos párrafos y que a veces venían a nuestras fiestas.

 

Como ya dije anteriormente, mi abuela había fallecido en el año 1960 y mi abuelo decidió quedarse a vivir sólo en el pueblo (ningún hijo vivía en el). Mi madre, en el Puerto, no dejaba de quejarse de la actitud del abuelo, pero, comprendía que el abuelo nunca había salido del pueblo. Poco tiempo después, mi madre conseguiría convencerle y pasaría a estar casi siempre con nosotros. Su casa de Gea la alquilaría a un pastor de Monterde, el tío Repúblicas, excepto dos habitaciones juntas, pero, separadas del bloque de la vivienda. Parecía que mi abuelo vislumbraba que en el futuro subiría al pueblo con su nieto, en los veranos, o por otra causa, con su maletica de madera ....
 

Y así ocurriría durante algunos años. De aquella inquilina, la tía Josefa, guardo un gran recuerdo. Todo lo que tenía de volumen lo tenía de corazón, de simpatía, de ligereza y de trabajadora. Y no digo esto por los bocadillos de jamón que me ponía, como a sus hijos. José, el mayor, estudiaba oficio en Teruel. El pequeño, Manuel, vendría  de Monterde con ocho años y en la casa viviría muchos momentos similares a mi niñez, por lo cual, cuando visita mi casa geana, su cerebro se llena de recuerdos. Como el dice: -¡El solanar, el solanar, ……!.

 

 

Estar en el solanar era como llevar reloj de pulsera, sin tener. ¡Qué importante!.
 

No quiero olvidarme del amigo íntimo de mi abuelo, el tío Felipe el Piñones, la primera visita obligada, nada más llegar ambos al pueblo en verano. La casa era la que tiene el balcón correspondiente al puesto de vigilancia del Portal de Teruel. Tenía dos hijos y una hija. Su mujer siempre me ponía aquel día para merendar un bocadillo de magra (jamón), que yo era incapaz de terminar. Pasados muchos años cambió de domicilio, pasando a la calle de San Bernardo y allí me cruce con el en cierta ocasión, ya muy mayor, apoyándose en su garrote. Le recordé la admiración que mi abuelo había tenido por él, mientras este vivió y le pregunté porque habían sido tan amigos si se llevaban mucha edad. 17 años me contestó y con los ojos llorosos me contó una de las historias más bonitas que he escuchado sobre Gea.

 

 

Todas las personas de este mundo deberíamos tener un amigo como el tío Felipe el Piñones. Esta era
entonces su vivienda entonces. Amistad de corazón y de toda la vida. Mi abuelo Tomás lo tuvo.

 

La historia del nacimiento de dicha amistad surgió en una reunión de la Sociedad de las Cabras, muy beneficiosa para el pueblo. En este, existía en aquella época mucha tensión y divisiones en las sociedades y fue a estallar allí. La gente comenzó a marcharse, sin acuerdo y ellos continuaron sentados y juntos, pues, se llevaban bien. El problema residía en que parte del tejado de la paridera que tenía la sociedad en campo abierto se había derrumbado y no querían restaurarlo. En ese momento uno de los dos propuso ir a la mañana siguiente con vigas y mulos y comenzar su reparación. Así lo hicieron y algunos geanos que a primera hora de la mañana los vieron arrastrando los troncos, corrieron la voz por el pueblo, provocando que comenzara a salir ayuda humana hacia dicho lugar, terminando el arreglo en un periquete. A partir de ese momento, tu abuelo y yo nos llevamos como si fuéramos más que familia. Yo doy fe de ello y de que mi abuelo, que tanto me bailó en sus piernas de pequeño, no quiso contarme nunca esta historia que hasta me humedece los ojos, mientras escribo. Por cierto, mi abuelo tenía otro amigo a cuya casa fui a veces siendo muy niño y sólo recuerdo su vivienda (entonces la más cercana al Convento de las Capuchinas) y el mote tan chocante: el tío Quicoles.

 

Tras visitar a su amigo, mi abuelo pasaba a visitar a sus hermanos y lógicamente, le acompañaba. Disfrutaba con la visita a sus tres hermanas, todas ellas viudas: Victoriana, Manuela y María Cruz. De las dos primeras ya hablé en otros capítulos y de la tercera diré que en su vivienda, situada en la Plaza del Ayuntamiento, entre las de Picazo y el tío Jorge, me quedaba asombrado de las cosas que disponían pese a no ser ricos. Aprovechaban el caudal de una cicuela que atraviesa algunas casas de las calles bajas, permitiéndoles tener huerto y retrete, cuando el resto de casas del pueblo no disponían de agua. Disponían también de dos balcones que daban a la plaza y cuando estaba mi tío Pepe, en los veranos, este recibía el periódico de Las Provincias. Según mi tía Carmen, hija de mi tía María Cruz y nueva dueña, desde principios del siglo pasado y en la planta baja tenían tienda de ultramarinos. Por último, dejar constancia que las tres hermanas fallecieron prácticamente a los cien años. Anteriormente y siendo yo muy niño había fallecido la otra hermana, Pilar. Esta era la dueña de la que sería mi segunda vivienda en el pueblo. Contaba mi abuelo que sus padres: Miguela y Pedro habían tenido trece hijos, siendo mi abuelo el último en venir a este mundo y por cierto mellizo. Seis de ellos fallecerían siendo niños y el otro mellizo al nacer. Curioso, hace unos cuantos años descubrí que Tomás, en hebreo, significa mellizo.

 

 


 

Vivimos la llegada del agua a las viviendas y nos igualamos todos los geanos en el servicio, pues, anteriormente,
algunas viviendas de la parte baja se servían de La Cicuela, que nace en la entrada de la Acequia Madre al molino.


En cuanto al único hermano de mi abuelo, mi tío Simón, solía ir yo solo a su casa y charlaba con mi tía. Tenían tres hijos: mi tío Pedro el Albañil y otros dos que eran frailes, mi tío Pascual (q.e.p.d.), profesor en un colegio de los Maristas en Cataluña y otro que moriría por entonces. Mi tío Simón solía estar atendiendo a sus trabajos y cuando yo era muy pequeño incluso al Ayuntamiento, donde era el teniente-alcalde. Fallecería casi a los 103 años. Quien me iba a decir a mí, que tanto me ha gustado el fútbol, que mi tío tendría un nieto, Jesús, que sería con el tiempo árbitro y compañero y amigo del famoso árbitro turolense
internacional Daudén Ibáñez.

 

 

Mi tío Pedro (uno de mis tíos más queridos) junto a su hermano y religioso, Pascual, por aquella época.

 

Por cierto, recuerdo con que emoción me contaba mi tío Simón, a sus  cien años de edad, su viaje a Cataluña, para poder visitar a uno de sus hijos enfermo cuando estaban internos, estudiando también con los Maristas. –Partí de Gea en carro hasta Teruel. Allí tomé la diligencia hasta Valencia. Y desde aquí, con el vapor, llegaba hasta el puerto de Barcelona-. No recuerdo la población de destino, posiblemente Balaguer (Lérida). Quizás los hijos de mi tío Pedro (q.e.p.d.), Jesús y Juan Pedro, lo conozcan por boca de su familia y más concreto, pues conozco otra versión diferente y más antigua, de cuando mi tío Simón era más joven y fue entonces cuando intentó emigrar a Barcelona.

 

No puedo dejar pasar por alto la amistad que unía al tío Dionisio el Chicuto con mi abuelo Tomas, no olvidemos que en Gea, ambos vivían en las dos casas del centro de la pendiente de la calle Alta (puerta frente a puerta). Por ello, mi abuelo le solía visitar en el Puerto y yo le acompañaba a veces, incluso a casa de su hija Carmen, cuando este quedo viudo. En una visita personal que le hice, en casa de su hija, cuando el hombre ya era muy mayor, me contó que mi abuelo era una de las personas mas buenas que había conocido en su vida y el lo sabía muy bien, pues, recordaba cuando eran jóvenes y los dos, mano a mano, marchaban hasta la provincia de Cuenca, andando, a la siega y no existía quien les ganase en ese trabajo. Y yo pensaba que si no era verdad, poco le faltaría, pues recuerdo que mi abuelo tenia unas muñecas muy gruesas y del tío Chicuto, os cuento a continuación una anécdota relacionada con el.

 


 

Mis abuelos, mi madre y parte de Los Madrileños, en el corral de mis abuelos.


Este hombre, muy corpulento y mayor, aun trabajaba en el río Palancia, cribando el poso para obtener arena a base de paladas y una gran criba. Sabedores de su fuerza, algunos aficionados al tiro de garrote lo provocaban y según mi amigo José Flor, en cierta ocasión, levanto a su padre (un hombre fuerte) y a otra persona, a la vez, tirando del mango de la pala. Al igual que de su esposa Anastasia, guardo un gran recuerdo de el. En el Puerto era muy admirado. La naturaleza seria injusta con el pues fallecería tras amputarle ambas piernas. El, que tanto las había utilizado.

 

El fallecimiento de mi abuela sería un gran golpe para mi abuelo Tomás, pero, dos años después le esperaba otro no menos fuerte, la muerte de mi tío Juan de repente, en todo un Madrid, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarle. Mi abuelo, tras el duelo, se quedaría a pasar unos días en Madrid y cuidaría de su pequeña nieta, Rosarito, ayudando a mi tía Rosario. Ya dije en otro lugar, que sus familiares de Madrid, conocidos en Gea como los Madrileños, tenían pasión por mi abuelo y allí se lo demostraron, pues, estuvieron pendientes de el. Anteriormente, mi abuelo ya había estado en Madrid, con ocasión de una visita a su hijo Juan. Sus familiares, los Madrileños, le llevarían a los toros. Contaba mi abuelo tiempo después: -¡ Cuando vi entrar a matar a Dominguín, con la empuñadura del estoque y la montera en la misma mano …..!-. Cuantas veces me diría: ¡Madrid es otro mundo! Y tenía razón, aunque el prácticamente no había salido de Gea (bueno a Teruel y al Puerto de Sagunto).

 

 


 

Mi prima Rosarito. Mi abuelo nunca olvidaría los días que cuidó de ella por entonces, en Madrid.

 

Otra anécdota muy interesante es la que me contó el amigo de mi tío Juan, el geano Benedicto Benedicto, este verano, que también vivía entonces en Madrid y que yo desconocía. Los dos matrimonios llevaron al cine a mi abuelo y os imagináis que película vieron, pues sí, era La ciudad no es para mí, de Paco Martínez Soria, que estaba en cartel. Se lo pasaron todos de cine. Pero lo curioso es que mi abuelo, para mí, era en vida real dicho personaje, por su forma de hablar, en maño geano cerrado. Pero, aún resulta más curioso lo que finalizó contándome Benedicto: -Ya llevábamos bastante tiempo viendo la película cuando observé que tu abuelo parecía estar agachado y no sentado, dándome cuenta de que tenía el asiento en su espalda. Resulta que mi abuelo se creía que estaba rota la butaca y más viendo que todos estaban bien sentados. La gente se creía que nos reíamos de la película-. Ya dije en otra ocasión que mi abuelo tenía gran paciencia, pero ¡ojo!, cuando te ofrecía algo, casi te obligaba a cogerlo y cuando se lo ofrecían, como la primera vez dijera que no, ya podías intentarlo las veces que quisiera que era no.

 

Si mi abuela Carmen tuvo un final de vida que no se merecía, con mi abuelo Tomas viviríamos un final parecido e inesperado. Todo se torció en el año 1979. Mi madre estaba preocupada por la cantidad que comía mi abuelo a sus 87 años y continuaba tomándose tras la comida su copica de coñac de un golpe, diciendo que ya no se escapaba. Nunca había visitado a un médico, pero, en dos meses, lo cumpliría por el resto de su vida. Llego a nuestra casa, tras haber estado paseando un rato con un amigo y pregunto a mi madre: -¿Que hora es muchacha?-, respondiéndole mi madre que era la una del mediodía. Me llamaba la atención cuando llamaba a mi madre, a veces, con la palabra muchacha, sin embargo, lo comprendo, pues, hoy día yo continuo llamando a mis hijos, próximos a los cuarenta, como, los chiquillos.

 

 

La última vez que hablé con mi tía Amalia en vida, aún me seguía llamando Tomasín.
¡Cómo apreciaba mi abuelo a su prima!. Decía este -Y eso que no es de Gea, es de Tortajada-

Era el típico abuelo geano, siempre lo conocí con su boina, sus pantalones de pana y un lenguaje propio de allí: el moquero, me paice, paqué …, etc. y además, en el Puerto, buscaba las compañías de las personas oriundas cercanas al pueblo. Así pues, continuando con el relato anterior, mi abuelo dijo a mi madre: -Es muy pronto, aún me da tiempo a alcanzar a Martín, dijo que iba hacia el mercao-, refiriéndose al amigo natural de Villarquemado, con el que estaba antes de venir a nuestra casa. Saliendo a continuación en su busca, con tan mala fortuna, que al llegar al semáforo existente entre la esquina del Colegio de Begoña y la farmacia y observar que estaba en verde, decidió cruzar rápido, pero, lo que ocurrió es que se precipitó a una zanja de dos m. de profundidad, de los desagües nuevos que estaban construyendo en la Avenida Camp de Morvedre. Nos avisaron desde el puesto de socorro, pero, cuando llegamos allí ya había partido con la ambulancia hacia el Hospital Clínico, en Valencia. Allí permanecería una semana y el médico lo mandaría para casa, diciendo que no se podía creer que mi abuelo tuviera tal naturaleza. Se recuperó rápidamente, pero, dos meses más tarde sufriría una embolia y un mes más tarde nos dejaba para siempre. Preocupados por la salud de mi abuelo, no investigamos las circunstancias reales de su caída.

 

En otros capítulos, mi abuelo también aparecerá relacionado. Por ello, paso ya a otro capítulo.

 

 

CAPITULO VI
 

AÑO 1953. EL MAS IMAGINATIVO DE MI VIDA

 

Fueron tantos los sucesos vividos en el séptimo año de mi vida que no creo que exista otro con más contenido de sucesos, buenos y malos. Este año moría mi abuelo Bernardino y nos quedamos más solos en casa. Cambiaríamos de vivienda y mi padre marcharía a trabajar al Puerto de Sagunto en la empresa Altos Hornos de Vizcaya y el caballo a casa de mis abuelos, quedándonos mi madre y yo viviendo en la nueva casa con las dos cabras, a la espera de que lo de mi padre fructificase (si bien yo deseaba lo contrario, pues, ello significaba marchar del pueblo y menos ahora, que vivíamos en la plaza del Ayuntamiento).

 

 

 Vivir en la Plaza del Ayuntamiento hizo que me considerara alguien importante. Valga esta foto con estas
dos personas, a las cuales recuerdo vagamente, para mostrar como era dicha plaza en mi niñez.

 

Bueno, vayamos a las anécdotas que es lo que trato de contar. El año 1953 lo comienzo yendo todavía a la escuela de párvulos y no recuerdo que regalo de Reyes Magos tuve o si después de la experiencia vivida el año anterior (casi toda la noche sin dormir), ya me había dado cuenta de que aquello no cuadraba. Quizás, algo palió la siguiente aventura: Llegaron una familia de gitanos traperos al pueblo con su carro y se establecieron en el interior del castillo, que estaba en ruinas, sólo quedaban los marcos de la puerta y unos restos de los muros y comenzaron a cambiar un globo por un puñado de trapos. Lógicamente la chiquillería, en cuanto se enteró  se hicieron con sus globos, menos yo, que no sé por donde andaría, así que mi madre me dio un puñado de trapos y marché a por mi globo. Los chiquillos gitanos, con uno más mayor que yo, decidieron no entregarme el globo tras darles mis trapos. Volví gimoteando calles abajo hasta la replaceta de nuestro barrio y me encontré con los chiquillos y sus globos, contándoles lo sucedido. Pedro el Matrón reaccionó diciendo que de eso nada y con Pablo el Parretas a la cabeza, que debía ser el mayor, seguido de Antonino el Canastes, LuÍs el Pespes y Constancio el Secretario entre otros, marchamos en grupo hacia el castillo y tras hacer frente a los chiquillos gitanos volvimos con mi globo. Habíamos vencido en el asalto al castillo. El matrimonio gitano no intervino, sólo observaron.

 

Ya he dicho que no recuerdo cual fue el regalo de los Reyes Magos de este año, pero sí del que me trajo de Barcelona el hijo de mi tío Valentín en una visita que hizo a los familiares: una camioneta de madera. El primer día y en la puerta de casa, le cargué tal pedrusco que me quedé sin ella. Esta vez si que lo sentí, pues, era muy bonita y no pude presumir de ella. Aún recuerdo como admiraba el brillo de su pintura.

 

 

La Plaza del Ayuntamiento siempre fue ocupada para numerosos servicios.

El grupo de chiquillos, al corretear por el pueblo ya nos íbamos implicando en nuevas aventuras de conjunto, como la de decidir cazar grillos e introducirlos en una lata de leche condensada vacía, para después de colocarlos en nuestros balcones, averiguar al anochecer que balcón emitía más molestias y declarar un ganador. Este sería Pedro el Matrón, con el razonamiento de que era el que más grillos había metido en su bote. Recuerdo, que aquel día, las personas regresaban del campo y se quedaban asombrados al escuchar el ruido ensordecedor existente en la calle de San Bernardo, por el tramo de El Estanco.

 

El 14-6-1953, el pueblo recibía la visita de Francisco Franco, jefe y presidente de Gobierno. Fecha que comprobé hace pocos años, (antes siempre había creído que esta anécdota había sucedido cuando tenía 6 años). Previamente, algunos adelantados a la comitiva habían pintado por los muros y paredes, del interior y del exterior del pueblo, con vista desde la carretera, tres palabras bien grandes: FRANCO, FRANCO y FRANCO. El Caudillo había decidido cruzar desde Madrid hasta Teruel inaugurando obras. En Orihuela del Tremedal había inaugurado la Residencia de Descanso Padre Polanco, en Gea debía inaugurar el muro nuevo de la carretera con la sala de espera para el autobús en su centro y encima de esta, la nueva casa del médico ó Centro Rural de Higiene, así como el nuevo Cuartel de la Guardia Civil (lugar donde no se trasladó), en San Blas debía inaugurar el Pantano del Arquillo y ya en Teruel la Residencia Sanitaria Padre Polanco.

 

 

 

 

Año 1952. El nuevo Cuartel de la Guardia Civil en construcción. Hoy día Casa de la Cultura

 

A los párvulos nos había colocado Doña Matilde, la maestra, en unos bancos de madera en el hueco existente frente a la sala de espera del autobús y yo tomé asiento en la segunda fila (entonces, el hueco era mayor que ahora). Tras esperar bastante tiempo, se presentó el general Franco en un coche descapotable junto a otra persona con boina roja y parando a dos m. de nosotros. Ambos, de pie, saludaron al alcalde Don Samuel Sánchez y al cabo de la Guardia Civil. Estos dos últimos estaban de pie delante y de espaldas a la chiquillería y creo que la maestra también, por ello estaría yo incontrolado. No se lo que pasaría por mi cabeza en ese momento, pero, salté de mi asiento y me presenté junto al cabo, diciéndome este con mal genio – ¿A dónde vas? – contestando rápidamente – ¡A darle la mano a Franco que todo el mundo se la da! – y la maestra me retiró rápidamente (vuelvo a decir que nunca me pegó Doña Matilde ni vi que pegara a algún niño). Como la visita fue muy fugaz, rápidamente desaparecieron todos, excepto yo. Me encontraba malhumorado porque no me había dado la mano y pensando lo cerca que había estado de Franco, que entonces era una persona tan popular y del cual hasta teníamos una foto en la escuela. Años después cuando tuve cultura suficiente me daría cuenta de que el sublevado era el y no la República (me lo había inculcado la sociedad) y ya no era mi ídolo y encima no me dio la mano, ¿Tanto le costaba?, era un niño de 7 años. Pienso ahora, que quizás si le hubiera nombrado como el Generalísimo (solo ha existido otro en la historia de España, Almanzor), le hubiera dicho al cabo que dejara que le diese mi mano, o quizás al retirarme la maestra de al lado de las autoridades pensó que lo importante era llegar a Teruel (lugar donde daría un mitin a su estilo) y no entretenerse en una tontería de un niño fantasioso.

 

Como decía, me quede sólo, pero a consecuencia de ello vendría una de mis aventuras imaginarias más fuertes: la conocida por algunos como el Pendiente de Oro. Continuaba sentado, cuando en la misma carretera y a mi derecha escuché a una mujer, Valentina la Piñonas, preguntar a otra mujer, la tía Agustina, creo que se llamaba, que se encontraba en la puerta de su vivienda(situada frente a casa de los Huevos) si por casualidad se había encontrado un pendiente de oro que había perdido su sobrina. Aún no le habían contestado cuando salté del banco y salí disimuladamente a su encuentro demandando su atención (entonces vi que llevaba de la mano a una chiquilla pequeña vestida de mañica): - ¡Valentina!, ¡Valentina!, - ¿No habrás perdido un pendiente de oro por casualidad? – le pregunté, respondiéndome muy contenta y rápido – Si maño, ¿Quién lo tiene? – contestándole lo que se me ocurrió – ¡Mi madre, mi madre lo tiene en casa! -. Tras darme las gracias marchó hacia mi casa, que estaba cercana, pero yo, por si las moscas, me marché por otro lado. Lo dicho ya estaba, ahora sólo quedaba esperar acontecimientos.

 

 

La Sala de Espera del autobús, un refugio extraordinario a partir del año 1953. Además,
si llovía, lugar muy cercano a la casa de Segundo el Patatillas ..... el de los cohetes.

Del resto, me enteré, lógicamente, por los vecinos y por mi madre, pues, no aparecí por mi casa hasta bien entrada la noche, imaginándome la que se avecinaba. Resulta que cuando Valentina llegó a mi casa no había nadie, ni aparecían mis padres y la tía Anunciación, una de mis abuelas de barrio, le dijo que le extrañaba todo, que yo era muy mentiroso, contestándole Valentina: – Ya lo sé, pero, esta vez es diferente. No lo sabía nadie y vino el a preguntármelo -. El primer desastre de la mentira fue que todo el pueblo se enteró de que mis padres no habían estado en la carretera cuando pasó Franco y el segundo, que cuando llegaron a la puerta de casa, pues, venían del campo, con las azadas al hombro, ya anocheciendo, Valentina se dirigió a mi madre y le dijo - ¿Y el pendiente Nieves? – Contestándole mi madre, que no estaba para bromas – ¡Encima del hombro lo llevo! - . Me imagino que para las vecinas que estarían presentes aquello debió ser más que una gran obra de teatro, hasta que calmaron a Valentina y a mi madre. Me pregunto ahora ¿porqué Valentina no fue a casa de mis abuelos, que es donde debí comer aquel día?

 

Para los medios de comunicación (excepto para la ciudad de Teruel), en cambio, no debió ser muy interesante el paso de Francisco Franco por nuestro pueblo, primero, porque no existe mención en el NO-DO sobre su recorrido (ignoro el motivo, e iba acompañado de ministros, militares, etc.) y en cuanto a Gea, en la prensa (ABC y La Vanguardia) apareció el siguiente comentario, tras el extenso sobre Orihuela y que presento con sus errores: “Franco llegó al pueblo de Bronchales, donde fue saludado por las autoridades y vecindario y continuó luego viaje por los pueblos de Noguera, Tramacastillo, Torre de Albarracín y Albarracín. En todos estos pueblos fue recibido con gran entusiasmo por el vecindario de todas las localidades, que lucían en sus balcones colgaduras y gallardetes. En Albarracín habían sido improvisados  en las calles jardines muy bellos como homenaje a Su Excelencia el Jefe del Estado. Egea fue el último pueblo del recorrido hasta Teruel”. O sea, que para la prensa no existíamos.

 

El final de todo llegaría cuando después de muchas vueltas y con noche cerrada me decidí a entrar en mi casa y menos mal, no estaba mi padre. Siendo yo padre y recordando este caso, he llegado a la conclusión de que quizás, mi padre, lo hiciera adrede. Pero mi madre si que se había preparado bien el guión y comenzó diciéndome – Bien, ya lo has conseguido. Por fin te quedas sin padres, lo que tu querías. Ha estado aquí la Guardia Civil. Mañana vamos a la cárcel tu padre y yo, si no aparece el pendiente y no creo que ello ocurra – mientras, yo no paraba de llorar y exclamé - ¿Porqué? ¡ Vds. no, el que tengo que ir soy yo! – Y no fuimos ninguno a la cárcel, pero, yo si cambié a raíz de aquello. Continué con mis fantasías y mis trastadas, pero, mentiras las justas. Y digo las justas porque aún me quedaba otra en la recámara y que contaré un poco mas adelante.

 

Aunque ya me distraía en grupo, seguía teniendo mis ratos de soledad, en los cuales tenía que buscar mi entretenimiento (como todo niño sin hermanos) y para esto un lugar apropiado para imaginar y jugar era (y sigue siendo) el solanar. En la casa de mis abuelos no existían solanares vecinos y en mi casa sólo tenía uno, el de la casa de la tía Lucía (personalmente, a la placeta la llamo ahora como la de Los Tres Solanares). En el tabique de unión (el típico de yeso rojo y madera), existía un agujero pequeño por el que insultaba a su nieta, Adelina. Recuerdo que en uno de aquellos días Adelina estaba acompañada de otra nieta de la tía Lucía, Mari Luz, dos años menor que yo, la cual se lo pasó sin parar de reír, viéndonos insultarnos. No sé quien comenzó. Adelina me gritaba: ¡Tomás tomate!, ¡Tomás tomate!. Y yo le replicaba con la frase: -¡La minina de Jorge, que se estira y se encoge!-, haciendo referencia a su padre, que era su nombre. Sin embargo, en el solanar de mi abuelo me distraía pinchando con un palo largo en los nidos que había debajo del alero de la casa de enfrente. Otras veces ayudaba a mi abuelo a desmotar judías o maíz y a remover todo, buscando cosas desconocidas para mí. Mi abuelo también aprovechaba el mal tiempo para realizar otras actividades, como el afilar las herramientas de corte y a mí no me dejaba ni acercarme.

 

Otro recuerdo de aquellos tiempos que me viene a la memoria es el de la tía Pepica. Esta ocupaba la vivienda situada junto a la de la tía Consuelo la Morena (donde se ubica actualmente la terraza de verano). Vivía habitualmente en Barcelona, venía a pasar los veranos y me traía un regalo. Me preguntaba entonces que como era posible que no trabajara como las demás mujeres de la placeta y me llamaba la atención la forma en que vestía, no siendo joven. También entraba en su casa y en la de al lado de esta (recuerdo al hombre de pastor) y en la de al lado de esta recuerdo que en la primera planta había dos mujeres con una o dos máquinas de hilar.

 

Una de las emociones más expectante se daba cuando ocurrían fuertes tormentas de verano. Entonces, desde el ventanico que nombraba en el primer capítulo, en casa de mis abuelos, la visión era terrorífica. Por el Barranco del Curadero y la misma calle bajaban grandes piedras rodando que transportaba el agua, a lo cual había que añadir los rayos y los truenos, sin cesar. Al día siguiente los hombres del pueblo retiraban el pedregal de la calle y a esperar otra tormenta. Esta situación también me la contaba mi madre en ocasiones y en la década de los noventa descubrí porqué aún le fascinaba. Me hizo averiguar el teléfono de una persona, de apellido Domingo y que sabía que era natural de un pueblo de Albacete. Contacté con una hermana y me dijo que había fallecido hacia dos años y que siempre se había acordado de cuando mi madre y su vecina y amiga Amalia les sacaba agua a los prisioneros republicanos que limpiaban la calle del Curadero después de las tormentas. La Guerra Civil causó gran impacto en mi madre, según me contaba, al principio, llegó a creerse (con 12 años) que los rojos tenían rabo. Mi abuelo la trasladó algunas temporadas a Villarquemado, donde vivía una hermana de mi abuela Carmen, la tía Eugenia. Según mi madre, aquel hombre quedó con ella en escribirle cuando terminara la guerra, cosa que no cumplió. Según mi hermana, fue al revés y el hombre si que le escribió a mi madre y ella no respondió. Actualizo, según Amalia, mi madre y aquel hombre llegaron a considerarse novios y mi madre no le contestó a una carta que el hombre le escribió. Mi hermana también me contaría del miedo que pasó nuestra madre, cuando estando solas ella y su vecina y amiga Carmen la Niña (fallecida en 2013), siendo niñas, al aparecer dos moros de las tropas franquistas por la calle Alta, entrar en la vivienda de Carmen y provocarlas. Menos mal, que esta última tuvo la idea de gritar llamando a su padre (en sus casas no había nadie) y los dos moros se marcharon rápido, cerrando ellas la puerta a continuación.

 

La Guerra Civil impactó en mi madre, como ya dije anteriormente, pero la religiosidad familiar no sería menor, sobretodo al final de su vida. Con parkinson y alzeimer, pasaría sus últimos días torturándose con la frase: -¡Voy a ir al purgatorio!, no he sido mala, pero se que voy a ir al purgatorio-. Contestándole tanto mi hermana como yo: -Vd. ha sido buena y el purgatorio ya no existe, lo retiró la Iglesia-, pero de nada servía, pues, la enfermedad estaba ya muy avanzada. La vida vivida modifica tanto las creencias como los conocimientos de las personas y la cultura, más. Pero, el respeto entre personas es imprescindible para poder convivir. El tiempo laminará las desigualdades de todo tipo. Es mi opinión.

 

Como decía al principio de este capítulo, nos cambiamos a la casa de otro familiar y aún desconozco el motivo. Esta era la de los Chorras (familia nuestra), en plena Plaza del Ayuntamiento, si bien se entra por la calle de La Taberna. El bloque del edificio albergaba en la planta baja la carpintería de Marcial. El día que nos cambiamos (mi padre ya había marchado al Puerto de Sagunto a presentarse y ver si confirmaba su puesto de trabajo en la siderúrgica), mi madre, aún en la casa de la calle de San Bernardo, me solicitó que marchara hasta el molino, recogiera las dos cabras que teníamos y las llevara a nuestra nueva vivienda. No se si me entretuve o estas vinieron un poco antes, lo cierto es que cuando llegué al Portal de Albarracín quedaban unas pocas cabras por entrar a la villa y las nuestras no estaban. Rápido corrí a mi antigua casa a través de la calle de San Bernardo buscándolas, sin hallarlas por su calle habitual y ni en la puerta de nuestra casa de la placeta del Rosario. Sin que mi madre se enterara y pensando en que nos las habían robado las busqué por el pueblo y ¡milagro! estaban en la puerta de la nueva casa. Habían llegado hasta allí por primera vez y solas, sin acompañarlas ¡milagro!. ¿Cómo habían adivinado los animales que tenían que ir a aquel lugar?. Cuando se lo conté a mi madre le restó importancia. Tuvo que ser mi tío Victorino el Alguacil, quien en toda su vida soltó prenda, pero, en algunas ocasiones me decía: -¿Te acuerdas del milagro de tus cabras? -.

 

 

La Fuente de San Bernardo se colocaría cuatro años más tarde (1958-1959),
cambiando radicalmente el aspecto de la plaza y de la parte baja de la villa.

 

Para mí, en aquella época, vivir en la Plaza del Ayuntamiento era cosa de ricos, salvo en casa del tío Jorge. Los consideraba de nuestro nivel, pues la fachada de la casa, con su puerta grande presentaba un aspecto parecido a la que vivía yo antes y además estaba situada dentro de un rincón. Bueno, la familia de mis tíos los Alguaciles (de quién hablaré en muchos capítulos) también eran como nosotros, vivían en el otro rincón de la plaza, sobre la Secretaría y no tenían fachada a la plaza, salvo un pequeño  ventanico en el segundo piso del Ayuntamiento. Desde mi nueva casa iba a ver todo lo que sucediera en ella y sin moverme: sobretodo en las fiestas. Hasta incluso vi montar un circo. ¡Que lástima, no estar en la casa el año que se celebró aquí el festejo taurino!. Era un sólo novillo y el toril estaba ubicado en el rincón que acabo de mencionar (debía ser muy pequeño, pues tengo un vago recuerdo). Hablando del circo, este tenía los carretones con el equipaje en la era de los Niños y hasta allí nos trasladábamos los niños para ver a un mono que le echábamos comida y a la cabra que ensayaba equilibrios. Fui a la actuación dentro del circo (ocupaba toda la plaza y aún no estaba la fuente) y lo único que recuerdo es de una chica que hacía la serpiente en una escalera de madera, dispuesta verticalmente y que también contaba con payasos o un solo payaso.

 

 

 

 

La escalera del Ayuntamiento contaba con dos rellanos y sus correspondientes ventanas. En el inferior se accedía a
la Secretaría y al local del Centro de Juventudes (el de los dos balcones), mientras que en el superior sólo se accedía
a la vivienda de mis tíos los Alguaciles (las ventanas grandes pertenecían a la abuela de Araceli, no al Ayuntamiento).

 

La familia del tío Jorge la completaban su esposa, Adelaida, y sus dos hijos, Adelina, de quien ya he hablado y Fernando por quien sentía un afecto especial. Curioso, igual éramos amigos y marchábamos juntos hacia el colegio situado en el interior del Convento de los Carmelitas, que antes de llegar a el (en la reja de la casa del tío Gachero, por ejemplo) nos matábamos peleando. -¡Pesao, eres un pesao! – me gritaba y nos agarrábamos del pelo. El lo llevaba corto, no conseguía por ello atrapárselo y el sí, por tanto, Fernando conseguía doblegarme y me vencía. Luego se apartaba de mí. Nunca me pegó, ni con cualquier tipo de golpes. Al día siguiente éramos otra vez amigos. Quizás mi afecto se debía a que era nieto de la tía Lucía, una de mis abuelas de barrio, o a que me aguantaba como nadie mis impertinencias y yo era consciente de ello. Lo que si reconozco es que en cuantas peleas participé no gane ninguna hasta que tuve diez años. En esta ocasión, durante las fiestas y en los toriles me enzarcé con otro chiquillo, bastante mayor que yo, se vio sangre en su camisa blanca tras arañarle en el rostro sin pretenderlo (recuerdo que entonces decíamos que ese tipo de defensa era cosa de mariquitas) y mi enemigo se retiró. –El Bernardino ha sacudido a uno mayor que él-, decían mis amigos. Ya era hora de que comenzaran a respetarme. Era entonces el segundo año que venía desde el Puerto de Sagunto a Gea a pasar mis dos meses de vacaciones y como digo, llevaba una década soportando este mundo.

 

 

En la vivienda de la esquina (el bajo no pertenecía a ella), viviría más de un año, hasta marchar al Puerto de Sagunto. 

Por cierto, mi amigo Fernando poseía una facultad especial para colocarse con ambos pies de puntillas y caminar. En cierta ocasión, estando en la entrada de la casa del tío Daniel el Gato hizo una demostración a algunos hijos de este: Josefina, Carmen y Paco (q.e.p.d.), estando yo presente. Jesús, el otro hijo, creo que no estaba. Encima de esta entrada estaba la cocina (una de ellas, pues la casa es doble y da a dos calles) y recuerdo cuando con cinco años Josefina y Carmen me provocaban delante de la radio que tenían: - ¿Qué habrá hay dentro Tomasín? – me preguntaban. – Hay un toro como una mosca y un torero como un mosquito – les respondía. Conmigo se reían mucho. Son religiosas y llevo muchísimos años sin verlas, desde niño. Como decía, esta casa es muy grande y en ella jugábamos los amigos muchas veces al escondite, por estos años. Volveré a resaltar que de imaginación andaba bien, pero, en la escuela, iba bastante retrasado con respecto a los otros niños. Quizás el que más.
 

 

 

El alcalde y médico de Gea, Sanuel Sánchez (en el centro), acompañando al obispo, León Villuendas.

 

 

León Villuendas Polo sería obispo de la diócesis Teruel-Albarracín entre 1944 y 1965.
 
Al poco de establecerme en
mi nueva casa y como estaba cerca el local de la Falange, me invitaron a una excursión que los falangistas realizaron a las Peñas Royas. Ibamos al cargo de unas pocas personas mayores (Moisés el Albardero, el Menayo y mi tío Victorino el Alguacil) y nos acompañaba un mulo cargado con el avituallamiento. Casi todos llevaban uniforme (existe una fotografía)  y nos dieron un huevo frito. Para mí, había sido un día extraordinario. Así que al volver le dije a mi primo Juan que me gustaría ser falangista y este me contestó que tenía que tener permiso de mi padre y que yo ya había visto como nos daban de comer y el uniforme más chulo que llevaban. Casualmente, mi padre había vuelto contento al pueblo a pasar unos días, tras sus gestiones en el Puerto de Sagunto y ello me sirvió para mentir a mi primo y decirle que ya tenía el permiso. Esta es la mentira que anteriormente decía que tenía en la recámara, pues, no me atreví ni a planteárselo a mi padre. El caso es que mi primo me apuntó y no se como lo supo mi padre porque cuando volví a casa ya lo sabía. Mi padre montó en cólera y perdió la alegría que traía del Puerto. Esta vez si hubo castigo: me mandó a la cama sin cenar. Me fui a mi alcoba, me metí en la cama y a esperar que amainara. Me imagino que mi primo Juan el Alguacil (que me lleva cinco años) también llevaría buen rapapolvo, pues mi padre era su padrino. Por cierto, en la habitación de al lado, en la esquina del primer piso que daba a la plaza, algunas veces, dos años atrás, cuando venía mi prima Pilarín (para mí una joven muy guapa), en verano, reclamaba mi compañía y en alguna ocasión me quedé a dormir con ella en dicha habitación.

 

 

La primera excursión de mi vida. Visita a las Peñas Royas. Que envidia me daba el uniforme de mis amigos. No
me imaginaba entonces, que pronto pasaría de moda. En la foto estoy situado en el extremo de nuestra izquierda.

 

Y llegó septiembre y el cambio de colegio. Las escuelas de chicas y chicos tenían sus puertas en los claustros del Convento de los Carmelitas Descalzos. Las primeras, entrando y a la derecha. El fondo de este tramo de pasillo estaba cerrado completamente por un tabique. En dicho tramo existían dos aulas. Por el tramo izquierdo y al final estaban las dos aulas de niños, la de los medianos y la de los mayores, ocupando lo que hoy día es el bar y el restaurante del Centro de Día. Los más pequeños teníamos por maestro a Don Lázaro, hombre pequeño, pero, de mal carácter, el cual vivía allí y la puerta de su vivienda estaba en lo que hoy es el acceso a los servicios actuales, en los claustros. Los servicios de nuestra clase estaban situados en lo que hoy día es la cocina del restaurante, cayendo las heces a la cuadra, hasta entonces parte del Cuartel de la Guardia Civil. Dicho cuartel tenía su entrada por la parte posterior a la de la plaza y recuerdo el perro tan enorme que tenían en el portal de la calle de San Roque. Además, como curiosidad, recordemos lo cerca que estaban del cementerio antiguo.

 

Pronto comprendí que aquello era otro mundo. Primero un susto. Los más mayores (Pedro el Torretano, Enrique el Juez, José el Garroso y Miguel el Marcela, entre otros), guiaron a las vacas de la tía María, cuando regresaban solas de abrevar en el Vadillo y las metieron en los claustros, como si fuera un encierro de San Fermín. No muchos días más tarde me tocó probar la vara. Don Lázaro tenía una vara larga de mimbre que desde su mesa llegaba hasta más de media clase (para llamar la atención al distraído, buscándote las orejas) y una corta con la que nos castigaba azotándonos en las corvas (muchos medianos llevábamos pantalones cortos). Constancio, que era sobrino suyo y yo, nos enzarzamos en clase por algo no muy relevante y Don Lázaro nos castigó a su manera. Primero cogió a su sobrino del brazo y le propinó unos azotes, mientras este saltaba. Cuando me cogió a mí llevaba tales tembladeras (creo que el maestro también) que decidió darme sólo un azote. No me volvería a pegar más durante el año que sería mi profesor.

 

 

 


La Ermita de San Roque y el Cementerio Viejo marcaban uno de los límites de la población.
El Convento del Carmen albergaba el Cuartel de la Guardia Civil (por último año) y las cuatro
 aulas de niños y niñas.

 

En aquella época se nos ofrecía una merienda gratis en el colegio (Plan Marshall), así, que nos poníamos en fila para recogerla. En los claustros, entre la puerta del bar y la cocina actuales existía una ventana cerrada por obra, con la repisa disponible. Allí colocaba Don Lázaro el recipiente con la comida y la repartía. Cierto día que disponíamos de sardinas en aceite, primero se nos dio el pan abierto y luego pasando de uno en uno, dicho maestro nos iba introduciendo dentro del mismo una sardina. José María Marzo, que ya se había comido su sardina guardándose su pedazo de pan, manchado de aceite, volvió a pasar de nuevo presentándole a Don Lázaro el pan abierto. Creo que hasta saltó el maestro para darle el guantazo (y eso que el padre de Marzo también había sido maestro de escuela).

 

Creo que yo era un poco engreído. Por entonces me gustaba presumir de las cosas que tenían mis abuelos y mis amigos se aprovechaban de ello. Cuando jugábamos en el corral de mis abuelos, Miguel el Perdigón solía coger algún huevo del ponedero y tras bebérselo me decía que eran especiales, también bebíamos vino chupando de la seta (válvula) de los toneles en la bodega y Pepe el Matachín y Constancio el Secretario ensalzaban su sabor, como si fueran catadores de vinos: -¡Qué vino más bueno tiene el abuelo de Tomás-, decían. Por otra parte, siguiendo la acequia madre tras su paso por el molino, a unos ciento cincuenta m. existía un ciruelo claudio dentro de un huerto (el de las Marianas) que habían arrendado a mi abuelo y Constancio solía decirnos a todos – Que razón tienes, las mejores ciruelas las del abuelo de Tomás – después de comérselas. También, unos pocos m. antes del molino existía un cerezo al cual le llegaba la recolección antes de hora. Los chiquillos conocíamos los tres que existían en el pueblo, ¡Ah! Y el membrillero en el huerto del tío Enrique el Juez. Las viñas se salvaban porque estaban lejos del pueblo. Por cierto en los años de mala vendimia traían vino de Tobé a la posada del Molinero, en la carretera, junto al Barranco del Curadero y hacia allí nos dirigíamos los chiquillos para ver el trasiego con los botos. Y hablando de posada, recuerdo como nos llamaba la atención la llegada a la del tío Tomás el Patatillas de algún fraile con su vestidaje, sandalias, corte de pelo y reliquias.

 

Recuerdo, que por aquella época conocí los mizclos, como en casa los llamábamos. Mi padre iba a buscarlos al monte y no olvidemos, como dije, que durante algunos años fue resinero, es decir deambuló por la Sierra. Estos eran los conocidos rebollones de rodeno. Otra experiencia que viví por aquellos días fue la de comer topo. Uno de los jornales que el Ayuntamiento ofrecía a algunas personas del pueblo era la limpieza de la acequia madre y por tanto recogíamos, de entre el lodo que depositaban en las orillas truchas, varbos, cangrejos, culebras de agua y una pieza que yo no había oído ni nombrar aún en mi vida: el topo. Mi padre trajo un animal de estos a casa y fue cocinado. No estaba malo, pero, cuando después de comer, mi padre, dijo que era una rata de agua, no me quedaron ganas de probarlo en el resto de mi vida. Por cierto, según mi padre, durante su juventud era típica en Gea la broma de dar gato por liebre y recuerdo que la cuadrilla de amigos de mi tío Juan, era muy dada a coger conejos del corral de los amigos, sin que estos lo supieran y a cocinarlos, riéndose mientras se los comían. -¡Qué conejos más buenos tiene tu madre!-, decía el dueño de los mismos a mi tío.
 


 

Los Quintos. Lejos estaba yo de saber su significado, pero, me gustaba, pues

el pueblo les daba regalos y quizás ........ también dinero.

 

 

¿A quién le habrían cogido los conejos?. Una observación: en la vivienda de Adelina y Fernando (tras estos geanos),
no existía la ventana actual. Las fotos antiguas nos indican la transformación que ha sufrido Gea.